Muchos países, incluyendo Colombia, conmemoran en junio el mes del orgullo LGBTQI+. El calendario se llena de actividades que comparten historia, cultura y significado, para reconocer y respetar la diferencia. Hay grandes desfiles, muchos colores y un sinfín de marcas vinculadas al orgullo de ser una persona feliz y plena en su elección. Esto me ha llevado a pensar lo difícil que es tener que seguir remando, luchando y marchando porque respeten mi elección sexual que, al final del día, es de cada uno, y donde los prejuicios terminan siendo un estigma social.
Este mes es una celebración de orgullo por los que han sufrido, y siguen sufriendo, solo por el hecho de tener otra opción sexual que se sale de la norma establecida. Es algo duro, sin duda, pero luego va uno a ver, y logra encontrar un común denominador con situaciones que ocurren con muchos productos de nuestra cocina. Hace unas noches, viendo un programa de concurso, quedé sorprendida ante la incapacidad de reconocer el valor de la comida propia de una región colombiana. En este caso, la víctima fue el pobre, y delicioso, cuy. Como con todos los platos, a uno puede o no gustarle, pero referirse a un plato orgullo de una región como una “rata frita” merece, cuando menos, una reflexión profunda. Y no sigamos con los muchos comentarios displicentes y poco respetuosos que oímos con frecuencia frente a la cocina de Colombia.
Es triste ver que seguimos teniendo como común denominador el reaccionar con gestos grotescos, malas comparaciones y hasta pésimos chistes frente a lo que las comunidades comen en nuestro país, siendo tan fácil pedir otra cosa y aplaudir la diferencia. En mi caso, tengo una pelea casada con más de un amigo, pues no puedo con la changua. Mis primas suspiraban por la que hacía mi abuela, y me han dicho que la de mi exesposa era deliciosa. Tengo muchos amigos que sueñan por tomarla de desayuno, y yo corro 100 metros planos con tal de que no me sirvan. Pero de ahí no pasa, ya que bienvenidos ellos que pueden y quieren tomársela. Yo simplemente paso la página.
Otro plato que merece tener su fanaticada propia, y el cual hay que celebrar siempre que se pueda, es la lechona. Plato por excelencia de los bazares de los colegios y las iglesias, de las celebraciones en las oficinas para cerrar el año, del estadio en muchas ciudades, y el orgullo de más de una región en el país. Yo mato por una lechona fresca con chicharrón crocante y un refajo, le llevo a mi hermana latas hasta el otro lado del mundo siempre con la cabeza levantada, si me da pereza, hasta a domicilio pido, porque es un gran desvare. Pero si a alguien no le gusta, a otra cosa mariposa y siempre tan amigos.
Hablemos de la leche fresca, recién ordeñada. Amplias bondades para quienes lo consumen dicen mis tías. En mi casa la piden para poder hacer postre de natas, para los días de gripas etc. En mi vereda la producción da para todos los que compramos en botellas, pero uno hace el comentario frente a los citadinos y lo único que siento es como si estuviera firmando una sentencia de enfermarme. Pero no, la verdad es que poca, hervida y bien manejada, resulta muy provechosa.
El chontaduro es otro de esos productos de amores y odios que merecen un puesto en el hall de la fama. Unos dicen que son terribles, otras personas los aman con sal y limón, y ese amor ha hecho que ahora haya arepas y dulces para llevar a la mano. Es algo que, si me toca, me lo como, pero no esperen que me mate por una carretillada de ellos.
Siempre me ha parecido raro ver que generalmente sacamos pecho por productos procesados como el chocorramo, chocolatinas, bombombum, las paletas de siempre, obleas, dulces de frasco, que son deliciosos y tienen su encanto, pero no hacemos lo mismo con los alimentos que día a día nos dan la posibilidad de alimentarnos y reconocernos. Más allá de los concursos multitudinarios de los que hemos hablado de pizzas, hamburguesas y hasta sushi, no conozco sino muy pocos eventos dedicados a comidas propias de las regiones, donde las cifras de ventas difícilmente llegarán a los millones a lo que nos estamos acostumbrando.
Es muy particular cómo nos hacemos la vida fácil para algunas cosas y tan difícil para otras. Reconocer la diferencia desde el respeto no puede ser tan complejo como para no poder sentarnos a compartir un plato de comida, y hago un mea culpa con la changua. Pero en líneas generales, uno debería poder sentirse orgulloso de su cocina, donde no prime tanta pendejada y decorado, y lo natural y propio brille desde el corazón.
Este mes va más allá de una bandera de colores, galletas o ponqués en líneas de arcoíris. Debería ser una oportunidad para invitarnos a incluirnos, vernos y respetarnos desde la esquina del universo que hayamos decidido construir. Con o sin azúcar, con o sin proteínas, con o sin changua, todo en el marco del permitir crecer la cocina colombiana con muchísimo orgullo y respeto.
Muchos países, incluyendo Colombia, conmemoran en junio el mes del orgullo LGBTQI+. El calendario se llena de actividades que comparten historia, cultura y significado, para reconocer y respetar la diferencia. Hay grandes desfiles, muchos colores y un sinfín de marcas vinculadas al orgullo de ser una persona feliz y plena en su elección. Esto me ha llevado a pensar lo difícil que es tener que seguir remando, luchando y marchando porque respeten mi elección sexual que, al final del día, es de cada uno, y donde los prejuicios terminan siendo un estigma social.
Este mes es una celebración de orgullo por los que han sufrido, y siguen sufriendo, solo por el hecho de tener otra opción sexual que se sale de la norma establecida. Es algo duro, sin duda, pero luego va uno a ver, y logra encontrar un común denominador con situaciones que ocurren con muchos productos de nuestra cocina. Hace unas noches, viendo un programa de concurso, quedé sorprendida ante la incapacidad de reconocer el valor de la comida propia de una región colombiana. En este caso, la víctima fue el pobre, y delicioso, cuy. Como con todos los platos, a uno puede o no gustarle, pero referirse a un plato orgullo de una región como una “rata frita” merece, cuando menos, una reflexión profunda. Y no sigamos con los muchos comentarios displicentes y poco respetuosos que oímos con frecuencia frente a la cocina de Colombia.
Es triste ver que seguimos teniendo como común denominador el reaccionar con gestos grotescos, malas comparaciones y hasta pésimos chistes frente a lo que las comunidades comen en nuestro país, siendo tan fácil pedir otra cosa y aplaudir la diferencia. En mi caso, tengo una pelea casada con más de un amigo, pues no puedo con la changua. Mis primas suspiraban por la que hacía mi abuela, y me han dicho que la de mi exesposa era deliciosa. Tengo muchos amigos que sueñan por tomarla de desayuno, y yo corro 100 metros planos con tal de que no me sirvan. Pero de ahí no pasa, ya que bienvenidos ellos que pueden y quieren tomársela. Yo simplemente paso la página.
Otro plato que merece tener su fanaticada propia, y el cual hay que celebrar siempre que se pueda, es la lechona. Plato por excelencia de los bazares de los colegios y las iglesias, de las celebraciones en las oficinas para cerrar el año, del estadio en muchas ciudades, y el orgullo de más de una región en el país. Yo mato por una lechona fresca con chicharrón crocante y un refajo, le llevo a mi hermana latas hasta el otro lado del mundo siempre con la cabeza levantada, si me da pereza, hasta a domicilio pido, porque es un gran desvare. Pero si a alguien no le gusta, a otra cosa mariposa y siempre tan amigos.
Hablemos de la leche fresca, recién ordeñada. Amplias bondades para quienes lo consumen dicen mis tías. En mi casa la piden para poder hacer postre de natas, para los días de gripas etc. En mi vereda la producción da para todos los que compramos en botellas, pero uno hace el comentario frente a los citadinos y lo único que siento es como si estuviera firmando una sentencia de enfermarme. Pero no, la verdad es que poca, hervida y bien manejada, resulta muy provechosa.
El chontaduro es otro de esos productos de amores y odios que merecen un puesto en el hall de la fama. Unos dicen que son terribles, otras personas los aman con sal y limón, y ese amor ha hecho que ahora haya arepas y dulces para llevar a la mano. Es algo que, si me toca, me lo como, pero no esperen que me mate por una carretillada de ellos.
Siempre me ha parecido raro ver que generalmente sacamos pecho por productos procesados como el chocorramo, chocolatinas, bombombum, las paletas de siempre, obleas, dulces de frasco, que son deliciosos y tienen su encanto, pero no hacemos lo mismo con los alimentos que día a día nos dan la posibilidad de alimentarnos y reconocernos. Más allá de los concursos multitudinarios de los que hemos hablado de pizzas, hamburguesas y hasta sushi, no conozco sino muy pocos eventos dedicados a comidas propias de las regiones, donde las cifras de ventas difícilmente llegarán a los millones a lo que nos estamos acostumbrando.
Es muy particular cómo nos hacemos la vida fácil para algunas cosas y tan difícil para otras. Reconocer la diferencia desde el respeto no puede ser tan complejo como para no poder sentarnos a compartir un plato de comida, y hago un mea culpa con la changua. Pero en líneas generales, uno debería poder sentirse orgulloso de su cocina, donde no prime tanta pendejada y decorado, y lo natural y propio brille desde el corazón.
Este mes va más allá de una bandera de colores, galletas o ponqués en líneas de arcoíris. Debería ser una oportunidad para invitarnos a incluirnos, vernos y respetarnos desde la esquina del universo que hayamos decidido construir. Con o sin azúcar, con o sin proteínas, con o sin changua, todo en el marco del permitir crecer la cocina colombiana con muchísimo orgullo y respeto.