Todos vivimos ventaneando. Bien sea desde la casa, la oficina, el bus o donde uno se encuentre: mirar por la ventana es la opción de abrirse a nuevas historias y fantasías, que más allá de que sean reales o no, nos dan un respiro para seguir soñando. Siempre hay una mirada profunda que nos muestra posibilidades, situaciones y acciones que, muchas veces, terminan siendo un video propio, pues la carga que cada uno le imprima depende, sin lugar a dudas, del ojo con el que juzguemos.
Lo mismo nos pasa con la cocina. El que llega y prueba, juzga y juzga con una particularidad: siente que tiene la verdad revelada, y que su juicio representa al 99.9 % de la población del espacio sideral. Con o sin bases, con rabia o sin ella, llenos de amor o de desamor, el proceso de comer y, sobre todo, el de comer en un restaurante, tienda o donde el vecino, es una experiencia propia, pues los sabores son propios para cada uno, y generalmente vienen de una memoria gustativa y de cómo nos educaron.
Por eso, últimamente me tienen sobrepasada las personas que se sienten con la verdad revelada, y destruyen lugares y productos sin piedad, llenos de explicaciones vacías, sin fundamento y con mucho decorado a la hora de hablar. Se nota que ni saben lo que implica cocinar. Creo que esto que siente se desprende, quizás, de que yo en este espacio siempre valoro profundamente cualquier experiencia, y pocas veces he tenido que reconocer, o decir, que algo es espantoso, incomible o que el servicio es paupérrimo. Hay recursos infinitos para poder poner una queja o un comentario, pero no se puede partir de la base de que al universo entero hay que inducirlo a replicar como becerro.
Creo que Colombia, en general, nos muestra que cada día tiene más expectativas frente a sus mesas, los platos y, en especial, frente a lo que se compra para comer. La teoría de que pago por comer ya superó la simple experiencia y goce: porciones, colores, olores y sabores priman sobre el resto en muchos casos. Si no fuera así, no habría forma que la fritanga fuera el plato insignia de muchos de nuestros corazones, pues estético no viene siendo y muchas veces ni bien presentado llega, pero es un manjar.
Antes de llenarse la boca de insultos y de tanta sabiduría infundada (en la mayoría de los casos), dese la oportunidad de “desarmarse”, como decía el comercial hace unos años. “Desármate, quítate los guantes” antes de agredir a los meseros, insultar al cocinero o pedir el cambio de un plato no porque este mal, sino porque no le gustó, y usted se inventa mil excusas infundadas. Piense lo que hay detrás de todo eso.
La inmediatez de hoy, o la dichosa posverdad de la que todos hablan, se ha convertido en un cuchillo sin filo que no sirve ni para la mantequilla, pero que hace más daño que cualquier otra cosa. Claramente es una invitación que a muchos les dará risa y pensaran que me caí de la cama o que me di tremendo golpe de chiquita, pero es la realidad. La violencia, el trato y la degradación frente al servicio y la comida han cogido un rumbo impensable, no solo por los ataques verbales sino porque ahora, ha pasado a las manos.
Señoras, nuestras abuelas y bisabuelas eran cocineras de corazón, y eran regionalmente conocidas por sus salsas, sudados y guisos, y con un simple voz a voz, sin recurrir a redes, fotos, platos gratis, extensiones de éxito, o corazones regalados. Volvamos a lo básico, al respeto por el proyecto al que el vecino le metió el alma y el corazón para salir adelante.
Todos vivimos ventaneando. Bien sea desde la casa, la oficina, el bus o donde uno se encuentre: mirar por la ventana es la opción de abrirse a nuevas historias y fantasías, que más allá de que sean reales o no, nos dan un respiro para seguir soñando. Siempre hay una mirada profunda que nos muestra posibilidades, situaciones y acciones que, muchas veces, terminan siendo un video propio, pues la carga que cada uno le imprima depende, sin lugar a dudas, del ojo con el que juzguemos.
Lo mismo nos pasa con la cocina. El que llega y prueba, juzga y juzga con una particularidad: siente que tiene la verdad revelada, y que su juicio representa al 99.9 % de la población del espacio sideral. Con o sin bases, con rabia o sin ella, llenos de amor o de desamor, el proceso de comer y, sobre todo, el de comer en un restaurante, tienda o donde el vecino, es una experiencia propia, pues los sabores son propios para cada uno, y generalmente vienen de una memoria gustativa y de cómo nos educaron.
Por eso, últimamente me tienen sobrepasada las personas que se sienten con la verdad revelada, y destruyen lugares y productos sin piedad, llenos de explicaciones vacías, sin fundamento y con mucho decorado a la hora de hablar. Se nota que ni saben lo que implica cocinar. Creo que esto que siente se desprende, quizás, de que yo en este espacio siempre valoro profundamente cualquier experiencia, y pocas veces he tenido que reconocer, o decir, que algo es espantoso, incomible o que el servicio es paupérrimo. Hay recursos infinitos para poder poner una queja o un comentario, pero no se puede partir de la base de que al universo entero hay que inducirlo a replicar como becerro.
Creo que Colombia, en general, nos muestra que cada día tiene más expectativas frente a sus mesas, los platos y, en especial, frente a lo que se compra para comer. La teoría de que pago por comer ya superó la simple experiencia y goce: porciones, colores, olores y sabores priman sobre el resto en muchos casos. Si no fuera así, no habría forma que la fritanga fuera el plato insignia de muchos de nuestros corazones, pues estético no viene siendo y muchas veces ni bien presentado llega, pero es un manjar.
Antes de llenarse la boca de insultos y de tanta sabiduría infundada (en la mayoría de los casos), dese la oportunidad de “desarmarse”, como decía el comercial hace unos años. “Desármate, quítate los guantes” antes de agredir a los meseros, insultar al cocinero o pedir el cambio de un plato no porque este mal, sino porque no le gustó, y usted se inventa mil excusas infundadas. Piense lo que hay detrás de todo eso.
La inmediatez de hoy, o la dichosa posverdad de la que todos hablan, se ha convertido en un cuchillo sin filo que no sirve ni para la mantequilla, pero que hace más daño que cualquier otra cosa. Claramente es una invitación que a muchos les dará risa y pensaran que me caí de la cama o que me di tremendo golpe de chiquita, pero es la realidad. La violencia, el trato y la degradación frente al servicio y la comida han cogido un rumbo impensable, no solo por los ataques verbales sino porque ahora, ha pasado a las manos.
Señoras, nuestras abuelas y bisabuelas eran cocineras de corazón, y eran regionalmente conocidas por sus salsas, sudados y guisos, y con un simple voz a voz, sin recurrir a redes, fotos, platos gratis, extensiones de éxito, o corazones regalados. Volvamos a lo básico, al respeto por el proyecto al que el vecino le metió el alma y el corazón para salir adelante.