Cada día es más evidente que andamos, como decía mi abuela, llenos de jotos: loncheras, cocas, portacomidas o como los quieran llamar. Andamos armados de bocaditos fáciles de calentar, que nos permitan almorzar o comer tranquilos en medio del caos en el que se han convertido nuestras ciudades entre la lluvia y el acelere diario. También se empieza a hacer más notorio cómo nos estamos apretando el cinturón y optimizando el mercado, siendo felices compartiendo con los compañeros de trabajo la “santa coca” del día como le conocemos al almuerzo portátil que llevamos en recipientes.
Y es que recordando un poco, la lonchera de los niños es el vínculo más importante del amor maternal, y el recreo de cada colegio es ese pequeño espacio para sentir que desde casa nos enviaron amor en forma de comida. Le he escuchado varias veces a una de mis mejores amigas que el recuerdo más entrañable de su infancia es el momento en que su abuela le llevaba al jardín la lonchera de media mañana, entregándole productos frescos, recién salidos de las ollas. Gracias a eso, los compañeros de clase le hacían ronda, para que la abuela les diera a todos un bocadito.
Claro que no son solo los niños quienes reciben ese amor “goloso”. Esta semana tomé un avión, y mientras volaba, con prudencia, pero con mucho interés, me sumergí en las loncheras viajeras de mis compañeros de cabina. Fue todo un experimento maravilloso.
Las denominadas donuts, o las populares donas, son uno de los productos que más vuelan por el avión de sabores que recorre Colombia a diario. Embaladas cuidadosamente para que no lleguen aplastadas y con el relleno por fuera, esas delicias esponjosas son un anhelado regalo para muchos colombianos diseminados por el país. Parece particular, pero es real: en ningún vuelo nacional falta una caja de estos deliciosos dulces, que logran ser el obsequio más preciado para muchas familias que viven en lugares donde no se fabrican, o por lo menos no se consiguen las de algunas marcas ya fijadas en el imaginario colectivo.
A las donas hay que sumarles toda clase de productos de panadería y pastelería regional, que se valorizan de un departamento a otro, dejando a su paso mordiscos llenos de dicha. Pies de cocos, rosquitas de arroz, enyucados, cotudos, arepas, los famosos diabolines, achiras y una infinidad más de productos hechos a mano, llenos de historia y de mucho amor.
Aquí es necesario hacer una referencia aparte y que merece la fijación de mis coterráneos residentes en el exterior con los Supercocos, los Chocorramos y ahora con los Chocorramitos, la sensación entre los niños. Junto a estos tres viajan el queso pera, que casi casi llega derretido y listo para meter en chocolate caliente. Y no hablemos de quienes piden bolsas de garullas, almojábanas, pandeyucas, pandebonos, envueltos de mazorca y hasta empanadas, que dejan medio avión oliendo a panadería de antaño, y la otra mitad a la maravillosa tienda de mi barrio.
No podemos dejar por fuera a los más arriesgados, quienes viajan con contenedores fríos para llevar pescados, mariscos y, en muchos casos, productos preparados que necesitan seguir congelados, o por lo menos fríos. Reconozco haber llevado queso costeño, sopa de mi tía, pescado del Pacífico, tamales y una que otra preparación que estoy segura en mi casa adorarán. La verdad, no siento ninguna vergüenza subiéndome al avión como un árbol de navidad. Cada caja, cada producto, cada invento para llevar estos sabores me llena de dicha, pues es ese “clic” entre el cerebro y el corazón, que genera esos gustos maravillosos que se quedan por siempre en la memoria gustativa que se construye a diario.
Desde un pan en servilleta llevado con amor, hasta un gran empaque que viaja como encomienda de ciudad en ciudad, todos estos platos y productos son en realidad bocados de dicha, que permiten intercambiar sabores y recuerdos, garantizando de alguna manera que estamos compartiendo nuestra cultura y sabores. En esos viajes o paquetes no solo estamos llevando o mandando un pedazo de nuestra lonchera: estamos enviando un pedazo de nuestro corazón sin importar cuántos kilómetros sean necesarios, porque también estamos llevando nuestras memorias de infancia y los sabores que nos sacan sonrisas.
Cada día es más evidente que andamos, como decía mi abuela, llenos de jotos: loncheras, cocas, portacomidas o como los quieran llamar. Andamos armados de bocaditos fáciles de calentar, que nos permitan almorzar o comer tranquilos en medio del caos en el que se han convertido nuestras ciudades entre la lluvia y el acelere diario. También se empieza a hacer más notorio cómo nos estamos apretando el cinturón y optimizando el mercado, siendo felices compartiendo con los compañeros de trabajo la “santa coca” del día como le conocemos al almuerzo portátil que llevamos en recipientes.
Y es que recordando un poco, la lonchera de los niños es el vínculo más importante del amor maternal, y el recreo de cada colegio es ese pequeño espacio para sentir que desde casa nos enviaron amor en forma de comida. Le he escuchado varias veces a una de mis mejores amigas que el recuerdo más entrañable de su infancia es el momento en que su abuela le llevaba al jardín la lonchera de media mañana, entregándole productos frescos, recién salidos de las ollas. Gracias a eso, los compañeros de clase le hacían ronda, para que la abuela les diera a todos un bocadito.
Claro que no son solo los niños quienes reciben ese amor “goloso”. Esta semana tomé un avión, y mientras volaba, con prudencia, pero con mucho interés, me sumergí en las loncheras viajeras de mis compañeros de cabina. Fue todo un experimento maravilloso.
Las denominadas donuts, o las populares donas, son uno de los productos que más vuelan por el avión de sabores que recorre Colombia a diario. Embaladas cuidadosamente para que no lleguen aplastadas y con el relleno por fuera, esas delicias esponjosas son un anhelado regalo para muchos colombianos diseminados por el país. Parece particular, pero es real: en ningún vuelo nacional falta una caja de estos deliciosos dulces, que logran ser el obsequio más preciado para muchas familias que viven en lugares donde no se fabrican, o por lo menos no se consiguen las de algunas marcas ya fijadas en el imaginario colectivo.
A las donas hay que sumarles toda clase de productos de panadería y pastelería regional, que se valorizan de un departamento a otro, dejando a su paso mordiscos llenos de dicha. Pies de cocos, rosquitas de arroz, enyucados, cotudos, arepas, los famosos diabolines, achiras y una infinidad más de productos hechos a mano, llenos de historia y de mucho amor.
Aquí es necesario hacer una referencia aparte y que merece la fijación de mis coterráneos residentes en el exterior con los Supercocos, los Chocorramos y ahora con los Chocorramitos, la sensación entre los niños. Junto a estos tres viajan el queso pera, que casi casi llega derretido y listo para meter en chocolate caliente. Y no hablemos de quienes piden bolsas de garullas, almojábanas, pandeyucas, pandebonos, envueltos de mazorca y hasta empanadas, que dejan medio avión oliendo a panadería de antaño, y la otra mitad a la maravillosa tienda de mi barrio.
No podemos dejar por fuera a los más arriesgados, quienes viajan con contenedores fríos para llevar pescados, mariscos y, en muchos casos, productos preparados que necesitan seguir congelados, o por lo menos fríos. Reconozco haber llevado queso costeño, sopa de mi tía, pescado del Pacífico, tamales y una que otra preparación que estoy segura en mi casa adorarán. La verdad, no siento ninguna vergüenza subiéndome al avión como un árbol de navidad. Cada caja, cada producto, cada invento para llevar estos sabores me llena de dicha, pues es ese “clic” entre el cerebro y el corazón, que genera esos gustos maravillosos que se quedan por siempre en la memoria gustativa que se construye a diario.
Desde un pan en servilleta llevado con amor, hasta un gran empaque que viaja como encomienda de ciudad en ciudad, todos estos platos y productos son en realidad bocados de dicha, que permiten intercambiar sabores y recuerdos, garantizando de alguna manera que estamos compartiendo nuestra cultura y sabores. En esos viajes o paquetes no solo estamos llevando o mandando un pedazo de nuestra lonchera: estamos enviando un pedazo de nuestro corazón sin importar cuántos kilómetros sean necesarios, porque también estamos llevando nuestras memorias de infancia y los sabores que nos sacan sonrisas.