Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Déjame comerte a mordiscos. Lento, saboreándote y sobre todo disfrutando la culpa de querer siempre un poquito más.
Eso pasa por mi cabeza cada vez que decido salirme de la dieta y darme un permiso que no solo me llena la barriga, sino el alma. El placer de poder comerme con tranquilidad una arepa de huevo, una ensalada de pasta fría con mucho cilantro o una taza de chocolate caliente espumoso es quizás uno de los momentos más lujuriosos de mi vida. Sin embargo, es cuando más me ataca ese pequeño “Pepito Grillo” que tenemos todos dentro y entro en un absurdo dilema de “¿será solo por hoy, mañana ya vuelvo al régimen?” o “¿será que solo es un capricho, un acto de debilidad?”.
No me trasnochan las dietas, pero sí me he vuelto responsable de mis excesos. Intento no repetir, no pedir una hamburguesa tan grande, y obviamente no comer dos harinas así sea la lógica de los asados. Difícil aceptar que los años no pasan solos y que cada uno de los gorditos de más ya no se van por arte de magia, porque, evidentemente, no estoy dispuesta a dejar mi felicidad servida o comer una dieta tipo conejo. Mi vida se resume en un sartén, un buen vino (ojalá blanco y helado) y los invitados a mi mesa.
Esta demencia en la que hemos entrado, donde día a día hay que llevar un diario calórico, una lista del mercado en el celular para saber qué comer y un régimen mental que distribuya las culpas, es de lo más insano de la modernidad (que llaman). Ese tortuoso conteo de la cantidad de calorías, carbohidratos y proteínas consumidas versus lo permitido para seguir bajando de peso o por lo menos mantenerse se resume, como diría mi mamá, en “coma poquito, pero coma de todo”; pero esto de espulgar el plato cual gallinas y cambiar los platos sin ningún respeto cuando llegan al restaurante ya da es vergüenza.
El dilema de mantenernos en línea o disfrutar de la comida es para mí una operación de matemáticas básicas, no un planteamiento de física avanzada. Más amor, menos sacrificio, multiplicado por millones de indulgencias, dividido por el ejercicio que me toca hacer para regresar al punto en que me siento bien con mi cuerpo, pero sobre todo con mi alma, con el sentir de cocinera gocetas, de una amante del buen vivir, del comer rico, del disfrutar de esta vida que al parecer es solo una.
Definitivamente pecar y empatar es mi nueva religión, el tema es que el empate es más duro que la tentación, pero el quid de la cuestión está en no sentir culpa, en no ser esclavo de la vida “fit”, así que los invito a comer consciente e inteligentemente, a gozar a pierna suelta en el momento, disfrutar ese bocado (y me lo digo en voz alta cada cierto tiempo); ya vendrán el sudor, los abdominales, las planchas, el cardio, pero no nos demos látigo mientras disfrutamos.
Y si de dilemas del alma se trata, tienen que ir a Alma en Cartagena (@restaurantealmaoficial), no podrán dejar de caer en los manjares caribeños y las influencias italianas de este buen restaurante en plena ciudad amurallada. Les aseguro que encontrarán comida para todos los gustos, cocteles y buenos jugos locales, pero sobre todo un ambiente maravilloso en uno de esos rincones de la ciudad antigua por los que siempre vale la pena regresar a esa ciudad que adoro. Imperdibles las empanadas de langosta, los chicharrones glaseados y la pasta del mar. Para los que creen que pueden comer sin fondo, la cazuela de mariscos es un plato abundante, sabroso y para mí muy generoso en mariscos. Pero en los postres hay uno al cual no se le puede decir no: el pie de mamey.