Si hay algo que nos ha enseñado este virus, que cada vez me sorprende más, es nuestra capacidad de adaptación. Empezamos quejándonos de que el tapabocas nos picaba y que el alcohol olía fuerte, y a punta de regaños y protocolos aprendimos que no usarlos bien no es una opción, que no podemos dejar a la suerte ir directo y sin mucho margen de maniobra a una clínica y, peor aún, a una unidad de cuidados intensivos con una disponibilidad en la mayoría de los casos nula.
Para muchos, quedarse en casa largos periodos de tiempo era impensable, y miren ustedes todo lo que cada persona ha logrado y descubierto de sí misma gracias a estar en el hogar, a reencontrarse con sus pasatiempos, habilidades y ganas de salir adelante, a sembrar y cultivar la esperanza de cruzar la puerta a una realidad en donde la felicidad y la tranquilidad sean los únicos frutos recogidos.
Me sorprende ver la maestría de mis amigas, que desde casa comenzaron a desempolvar los moldes y las boquillas, y hoy en día hornean maravillosos dulces para sus hijos, y algunas veces para compartir y vender. Son postres, galletas y tortas llenas de amor, de dedicación, una meditación completa en cada pieza única. Ni que decir de la cantidad de panaderos y expertos en asados que veo entre mis amigos, la realidad es que lo que era tan lejano ahora es una actividad que además de dicha deja grandes planes y satisfacciones.
Asimismo, quién pensaría en todas las tendencias que ha traído el innombrable bicho este, como abolir las cartas impresas en los restaurantes dándoles paso a los códigos QR, el estallido beligerante de los domicilios y el pago sin contacto, cosas que no me enorgullecen del todo, pero que sí nos llevan a un uso adecuado de la tecnología para la salud y la comodidad de los seres humanos. Todo esto es, sin duda, un gran apoyo para una amplia población que trabaja en ello.
Quizá de las cosas que más he aplaudido y sigo aplaudiendo en cada una de mis columnas es el apoyo a los emprendimientos locales, a cada soñador que sacó lo mejor de sí, puso a trabajar la tierra y el horno casero, desempolvó las recetas de la familia y se volvió un ser autosostenible, con dificultades, pero con la fuerza de poder llevar cada día pan a su mesa, fruto de su tesón colombiano.
Ahora, díganme algo de la proliferación de programas de cocina digitales, recetarios en Instagram, grupos de cocina en Facebook y demás… Confieso que estos últimos me encantan, pues hay posibilidades de compartir recetas, pedir consejos y apoyar a muchos principiantes que se quieren arriesgar a dar amor sin morir en el intento, y en eso me declaro una celestina gastronómica, pues me encanta alcahuetear cenas de amor, de pedidas de mano, de reconciliación, de lo que sea: allí me tienen para apoyarlos. Sin embargo, también he de confesar que me he vuelto adicta a ver recetas rápidas, que me dan ideas fabulosas para almuerzos de entre semana con lo que tenga en la nevera.
Vamos reactivándonos, reacomodándonos, pero sobre todo abriendo puertas a nuevos negocios donde la creatividad y las habilidades que hemos heredado de las abuelas y madres hacen que sea posible seguir trabajando, creciendo como familias y llenando de sabor nuestro entorno. Sin duda ha sido una época para reencontrarnos, que nos invitó a reflexionar en lo que realmente nos gusta hacer con amor y para lo que realmente somos buenos.
En mi caso, quizá la mayor sorpresa es que una de mis grandes amigas de la vida resultó una gran repostera. He sido testigo de cómo la delicadeza, la destreza en el uso del chocolate y la creatividad a la hora de producir hacen que cada día su sonrisa sea sencillamente el resultado de un trabajo maravilloso de harinas, galletas, coberturas y muchos colores.
Aquí dejo la puerta abierta a seguir creando, a seguir buscando, a apoyar al vecino y a los amigos. A revisar el tiempo de lo que nos hace felices y que la necesidad de una pandemia no sea la justificación para tener que “reinventarnos” sino el simple hecho de reconocer los pequeños comercios, los productores y los artistas de la cocina.
Si hay algo que nos ha enseñado este virus, que cada vez me sorprende más, es nuestra capacidad de adaptación. Empezamos quejándonos de que el tapabocas nos picaba y que el alcohol olía fuerte, y a punta de regaños y protocolos aprendimos que no usarlos bien no es una opción, que no podemos dejar a la suerte ir directo y sin mucho margen de maniobra a una clínica y, peor aún, a una unidad de cuidados intensivos con una disponibilidad en la mayoría de los casos nula.
Para muchos, quedarse en casa largos periodos de tiempo era impensable, y miren ustedes todo lo que cada persona ha logrado y descubierto de sí misma gracias a estar en el hogar, a reencontrarse con sus pasatiempos, habilidades y ganas de salir adelante, a sembrar y cultivar la esperanza de cruzar la puerta a una realidad en donde la felicidad y la tranquilidad sean los únicos frutos recogidos.
Me sorprende ver la maestría de mis amigas, que desde casa comenzaron a desempolvar los moldes y las boquillas, y hoy en día hornean maravillosos dulces para sus hijos, y algunas veces para compartir y vender. Son postres, galletas y tortas llenas de amor, de dedicación, una meditación completa en cada pieza única. Ni que decir de la cantidad de panaderos y expertos en asados que veo entre mis amigos, la realidad es que lo que era tan lejano ahora es una actividad que además de dicha deja grandes planes y satisfacciones.
Asimismo, quién pensaría en todas las tendencias que ha traído el innombrable bicho este, como abolir las cartas impresas en los restaurantes dándoles paso a los códigos QR, el estallido beligerante de los domicilios y el pago sin contacto, cosas que no me enorgullecen del todo, pero que sí nos llevan a un uso adecuado de la tecnología para la salud y la comodidad de los seres humanos. Todo esto es, sin duda, un gran apoyo para una amplia población que trabaja en ello.
Quizá de las cosas que más he aplaudido y sigo aplaudiendo en cada una de mis columnas es el apoyo a los emprendimientos locales, a cada soñador que sacó lo mejor de sí, puso a trabajar la tierra y el horno casero, desempolvó las recetas de la familia y se volvió un ser autosostenible, con dificultades, pero con la fuerza de poder llevar cada día pan a su mesa, fruto de su tesón colombiano.
Ahora, díganme algo de la proliferación de programas de cocina digitales, recetarios en Instagram, grupos de cocina en Facebook y demás… Confieso que estos últimos me encantan, pues hay posibilidades de compartir recetas, pedir consejos y apoyar a muchos principiantes que se quieren arriesgar a dar amor sin morir en el intento, y en eso me declaro una celestina gastronómica, pues me encanta alcahuetear cenas de amor, de pedidas de mano, de reconciliación, de lo que sea: allí me tienen para apoyarlos. Sin embargo, también he de confesar que me he vuelto adicta a ver recetas rápidas, que me dan ideas fabulosas para almuerzos de entre semana con lo que tenga en la nevera.
Vamos reactivándonos, reacomodándonos, pero sobre todo abriendo puertas a nuevos negocios donde la creatividad y las habilidades que hemos heredado de las abuelas y madres hacen que sea posible seguir trabajando, creciendo como familias y llenando de sabor nuestro entorno. Sin duda ha sido una época para reencontrarnos, que nos invitó a reflexionar en lo que realmente nos gusta hacer con amor y para lo que realmente somos buenos.
En mi caso, quizá la mayor sorpresa es que una de mis grandes amigas de la vida resultó una gran repostera. He sido testigo de cómo la delicadeza, la destreza en el uso del chocolate y la creatividad a la hora de producir hacen que cada día su sonrisa sea sencillamente el resultado de un trabajo maravilloso de harinas, galletas, coberturas y muchos colores.
Aquí dejo la puerta abierta a seguir creando, a seguir buscando, a apoyar al vecino y a los amigos. A revisar el tiempo de lo que nos hace felices y que la necesidad de una pandemia no sea la justificación para tener que “reinventarnos” sino el simple hecho de reconocer los pequeños comercios, los productores y los artistas de la cocina.