“Preguntó qué ciudad era aquella,
y le contestaron con un nombre que nunca había oído,
que no tenía significado alguno,
pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo.”
Cien años de soledad. Gabriel García Márquez
Esa es mi Colombia, la de las mariposas amarillas de Francisco Babilonia, que representan la felicidad, la esperanza y la alegría innatas que traemos. Quizás esas mariposas amarillas revoloteando pueden ser un símbolo de cambio para cada uno de nosotros y para Colombia. Y es que tenemos tanta belleza por donde miremos, tanto por descubrirnos, por reconocernos en nuestra identidad y belleza, tanta diversidad en nuestra esencia, que tal vez lo que falta es que cambiemos la mirada por una que sea más limpia, más reconciliadora y amable. Tal vez necesitamos tener una nueva perspectiva sobre una Colombia que sueña con ser vista con otros ojos.
Estos tres puentes festivos que acaban de pasar disfruté de historias fantásticas de viajes de familiares y amigos por parajes hermosos que vale la pena visitar. Están los que han descubierto las maravillas del Casanare, ese recóndito pedazo del país donde los ríos y la selva son una postal en 360 grados. Otros que se fueron al Tolima, y definitivamente amo que Honda, por fin, se haya convertido en una ciudad turística, con ese clima sabroso, su rica gastronomía y sus saberes ancestrales. Caso aparte y destacable son los que pasaron por Los Estoraques en la Playa de Belén, un pueblito digno de premios de patrimonio arquitectónico, donde, a pesar de los complejos temas en el Catatumbo, se vale soñar con el ideal de que pueda ser visitado por muchas personas para que descubran esa joya del Norte de Santander.
Por mi parte, tenía una deuda pendiente: regresar a Santa Marta, esa joya de nuestro Caribe, y adentrarme por la carretera hacia Palomino. En esa línea de playa donde el río se une con el mar, encontré un paraíso que todos los vecinos cuidan con recelo, y lo mantienen limpio en sus playas y tranquilo, como si fuera un santuario. Quizá esa cercanía a la Sierra Nevada ha llevado el misticismo entre la brisa, ese el ambiente sacramental que inspira amor y respeto por esa tierra sagrada que Carlos Vives describió en alguna canción.
En esta zona encontramos muchos hoteles con sentido ecológico, y restaurantes con cartas que, si bien muchas veces parecen tener lo básico, lo que realmente logran es conectar con las comidas más frescas, nutritivas y sabrosas, esas que cualquier local o extranjero siempre busca. También es el lugar para disfrutar de nuestros jugos, de una extensa variedad de fritos y uno que otro dulce local.
Mi recomendado esta semana llega desde ese exótico paraje colombiano: Cayena Beach (@Cayenabeachvilla), un lugar amoroso y apacible, que encontré muy adecuado para un retiro de verdadero descanso en familia, para repetir luna de miel, o para sencillamente conectarse con la naturaleza y con uno mismo. Los que gusten de la bulla y la rumba, sepan que este no es el sitio, pues desde que uno se levanta la invitación es a hablar bajito, porque es mucho más potente el sonido de los micos, los loros y el mar que se hace presente siempre.
Nosotros tomamos el plan de comidas incluidas, y fue la mejor decisión porque tuvimos la oportunidad de probar el resultado de un trabajo honesto y de gran calidad, de una variedad de creaciones que adopta los ingredientes de la zona y los productos frescos del mar y el río cercano. Todo acompañado de una sorprendente variedad de frutas y verduras, y especialmente de una amorosa forma de servir y describir cada plato.
Debo confesar que en este tipo de lugares siempre tengo ritual: llegar frente al mar y probar el pescado frito, crocante, solo con sal y bastante limón. Debe estar acompañado de unos patacones con suero y picante, arroz con coco. Fui feliz porque lo encontré, y le sumé la ensalada de la casa, criolla de tomate, cebolla y lechuga, pero con manzana verde y almendras recién cortadas. El desayuno no tenía pierde, gracias a la variedad de frutas, jugos, arepas, panes y huevos. En los almuerzos siempre tuvimos varias elecciones de arroces, mariscos, pescados, pollos y carnes, todos muy bien acompañados.
Las cenas eran ligeras, aunque no lo parezca: entradas como los spring rolls de verduras, ceviches de pescados o chicharrones de salmón. De fuertes amé los langostinos salteados en caramelo de cítricos, con tostadas de yuca y verduras en triple sec, y también vi que mis acompañantes eran felices con las opciones vegetarianas.
Anímense a descubrir nuestro país, a visitar locales pequeños, grandes apuestas, hoteles con encanto y emprendimientos gastronómicos. Y, por supuesto, arriésguense por nuestros productos, nuestros pescadores, nuestros cocineros, y por ese inagotable talento local.
“Preguntó qué ciudad era aquella,
y le contestaron con un nombre que nunca había oído,
que no tenía significado alguno,
pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo.”
Cien años de soledad. Gabriel García Márquez
Esa es mi Colombia, la de las mariposas amarillas de Francisco Babilonia, que representan la felicidad, la esperanza y la alegría innatas que traemos. Quizás esas mariposas amarillas revoloteando pueden ser un símbolo de cambio para cada uno de nosotros y para Colombia. Y es que tenemos tanta belleza por donde miremos, tanto por descubrirnos, por reconocernos en nuestra identidad y belleza, tanta diversidad en nuestra esencia, que tal vez lo que falta es que cambiemos la mirada por una que sea más limpia, más reconciliadora y amable. Tal vez necesitamos tener una nueva perspectiva sobre una Colombia que sueña con ser vista con otros ojos.
Estos tres puentes festivos que acaban de pasar disfruté de historias fantásticas de viajes de familiares y amigos por parajes hermosos que vale la pena visitar. Están los que han descubierto las maravillas del Casanare, ese recóndito pedazo del país donde los ríos y la selva son una postal en 360 grados. Otros que se fueron al Tolima, y definitivamente amo que Honda, por fin, se haya convertido en una ciudad turística, con ese clima sabroso, su rica gastronomía y sus saberes ancestrales. Caso aparte y destacable son los que pasaron por Los Estoraques en la Playa de Belén, un pueblito digno de premios de patrimonio arquitectónico, donde, a pesar de los complejos temas en el Catatumbo, se vale soñar con el ideal de que pueda ser visitado por muchas personas para que descubran esa joya del Norte de Santander.
Por mi parte, tenía una deuda pendiente: regresar a Santa Marta, esa joya de nuestro Caribe, y adentrarme por la carretera hacia Palomino. En esa línea de playa donde el río se une con el mar, encontré un paraíso que todos los vecinos cuidan con recelo, y lo mantienen limpio en sus playas y tranquilo, como si fuera un santuario. Quizá esa cercanía a la Sierra Nevada ha llevado el misticismo entre la brisa, ese el ambiente sacramental que inspira amor y respeto por esa tierra sagrada que Carlos Vives describió en alguna canción.
En esta zona encontramos muchos hoteles con sentido ecológico, y restaurantes con cartas que, si bien muchas veces parecen tener lo básico, lo que realmente logran es conectar con las comidas más frescas, nutritivas y sabrosas, esas que cualquier local o extranjero siempre busca. También es el lugar para disfrutar de nuestros jugos, de una extensa variedad de fritos y uno que otro dulce local.
Mi recomendado esta semana llega desde ese exótico paraje colombiano: Cayena Beach (@Cayenabeachvilla), un lugar amoroso y apacible, que encontré muy adecuado para un retiro de verdadero descanso en familia, para repetir luna de miel, o para sencillamente conectarse con la naturaleza y con uno mismo. Los que gusten de la bulla y la rumba, sepan que este no es el sitio, pues desde que uno se levanta la invitación es a hablar bajito, porque es mucho más potente el sonido de los micos, los loros y el mar que se hace presente siempre.
Nosotros tomamos el plan de comidas incluidas, y fue la mejor decisión porque tuvimos la oportunidad de probar el resultado de un trabajo honesto y de gran calidad, de una variedad de creaciones que adopta los ingredientes de la zona y los productos frescos del mar y el río cercano. Todo acompañado de una sorprendente variedad de frutas y verduras, y especialmente de una amorosa forma de servir y describir cada plato.
Debo confesar que en este tipo de lugares siempre tengo ritual: llegar frente al mar y probar el pescado frito, crocante, solo con sal y bastante limón. Debe estar acompañado de unos patacones con suero y picante, arroz con coco. Fui feliz porque lo encontré, y le sumé la ensalada de la casa, criolla de tomate, cebolla y lechuga, pero con manzana verde y almendras recién cortadas. El desayuno no tenía pierde, gracias a la variedad de frutas, jugos, arepas, panes y huevos. En los almuerzos siempre tuvimos varias elecciones de arroces, mariscos, pescados, pollos y carnes, todos muy bien acompañados.
Las cenas eran ligeras, aunque no lo parezca: entradas como los spring rolls de verduras, ceviches de pescados o chicharrones de salmón. De fuertes amé los langostinos salteados en caramelo de cítricos, con tostadas de yuca y verduras en triple sec, y también vi que mis acompañantes eran felices con las opciones vegetarianas.
Anímense a descubrir nuestro país, a visitar locales pequeños, grandes apuestas, hoteles con encanto y emprendimientos gastronómicos. Y, por supuesto, arriésguense por nuestros productos, nuestros pescadores, nuestros cocineros, y por ese inagotable talento local.