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Me siento orgullosa de ser embajadora de la comida colombiana. Es lo que más cocino y saboreo semana a semana con mi familia, y gracias a eso soy consciente de que no es propiamente la más “estilizada” a la hora de presentarse en la mesa, si se respeta la receta original. Más allá de eso, hay algo sobre esos queridos platos que defiendo a capa y espada, y frente a lo cual me doy la pela de hacer pedagogía como las abuelas si es necesario, y es que los sabores de nuestra comida son únicos, particulares, y marcan la memoria de quienes nos visitan. Es una realidad: no podemos seguir diciendo que nuestra comida “no da la talla”, pues es obvio que la da. Por el contrario, merece toda la atención. Todos deberíamos mirar hacia nuestros cocineros y cocineras en las regiones, rescatar esos sabores ancestrales, llevarlos a más mesas del país y darles la valía que merecen.
¿A qué viene todo esto? A que el milagro pasó, y pude volver a ver a una parte de mi familia que desde la Navidad anterior al covid no lograba venir al país. Y mi mayor sorpresa fue que quienes nos visitaban, los amores de siempre y un extranjero que ahora es parte del clan, se saborearon hasta el último grano de arroz blanco que les servimos. Las palabras de mi nuevo comensal, a quién llamaré ‘mi Lord’, me llenaron el corazón: “sabrosa”, dijo al referirse a la explosión de sabores, y “maravillosa” fue su definición de las mezclas y técnicas culinarias que le fuimos presentando. Tengo que reconocer que no fuimos a muchos restaurantes reconocidos, pero sí a muchos proyectos y lugares que están emprendiendo su camino. Nuestra motivación fue que quisimos ser menos obvios y explorar las ollas y los platos de cocinas nunca visitadas, para darnos la posibilidad de aplaudir con cada plato y reconocer el valor del trabajo allí presentado.
El ganador, sin lugar a discusión, fue el cocido boyacense, debido a la curiosidad frente al plato, frente a cada uno de sus ingredientes, incluyendo la sopa y, claro está, las cervezas que lo acompañaron. Pollo, carne de res y de cerdo, cubios, chuguas, ibias y habas impecablemente bañados por un hogo espeso y delicioso. Mazorca, plátano, papa, todo en una deliciosa cama de repollo. Arroz blanco, ají, algo de cebolla larga y cilantro picado. Buen provecho y ¡qué viva Boyacá!
Después, para mi sorpresa, el pescado frito de la costa marcó la mesa. Chicharrón de pargo, una delicia del mar, fresco, jugoso y preparado en leña, acompañado con arroz con coco y la sencilla pero siempre ganadora ensalada de aguacate y cebolla cruda. Es algo poco habitual para los que vivimos lejos del mar, que nos toca conformarnos con pescado congelado o tratado, y muy pocas veces fresco del agua a la mesa. Bueno, pues agua fue lo que se le volvió la boca a mi Lord con esta preparación.
Un asado en parador de carretera también llegó al podio. Punta de anca, patacón, yuca y más hogo. Fue una muy buena carne, rica en sabores, gracias, eso sí, a los frigoríficos del Caribe. Y el patacón claramente engrosó la lista de acompañamientos preferidos. Mi papita no tuvo mucho éxito en este paso por Colombia: comimos patacón por único oficio, un día sí y otro también. Lo bueno es que pudimos sumarle cuanta cosa se puedan imaginar, pues todos sabemos que un patacón fresco, recién frito, aguanta desde guacamole, variedad de quesos derretidos y hasta caviar con suero costeño. Mi plátano maravilloso no tiene pierde.
Mención aparte merece algo muy particular: el gusto de mi Lord por el pernil de cerdo, que empezó siendo la cena de navidad y se fue transformando en acompañamiento para los huevos del desayuno, sánduche para la carretera o bocado de medianoche. Nuestros marranitos resultaron ser más apetitosos que en otras latitudes, con más sabor a la hora de prepararlo gracias a una receta de la abuela muy particular (panela, cerveza y hierbas frescas), que hasta los perros quisieron probar, por lo que terminé persiguiendo una pieza por media casa.
En estos días no faltó la consabida bandeja paisa, que ya hacia parte de los platos colombianos reconocidos por mi Lord y de su lista de deseos gastronómicos. Le cumplimos el deseo, y hasta canción le compuso a ese emblema nacional. Pasamos por los buñuelos, tamales, amasijos y demás delicias de temporada y por uno que otro postre, incluyendo buenos helados de paila que sirvieron como punto final a estas deliciosas experiencias.
Todos estos platos, junto con los de la lista que seguro cada uno está haciendo en su cabeza, son los debates básicos que debemos tener a la hora de recibir y atender a nuestros visitantes y amigos. Hay que estar orgullosos de nuestras raíces, de nuestras recetas, y quizá dejar de emitir juicios de valor baratos frente a si es o no provocativa, liviana, glamorosa o si se ve bonita en una foto tipo revista, pues les aseguro que las de las revistas son maquilladas y no tienen el amor y el sabor. Nuestra cocina es lo que es gracias a décadas de trabajo y conservación de nuestros productos y es, sin lugar a duda, una mezcla de sabores y regiones que a bien tienen para dar y convidar.
Las despedidas nunca son fáciles, pero se le llena a uno el corazón cuando ve que su familia llena su maleta con esas cositas que saben que van a extrañar. Aquí también hay una lista casi que obligada: pandeyucas, café, habas fritas, chocorramo, guascas, etc., para recordar lo básico que llena las despensas del corazón a la hora de regresar de nuevo a su casa. Esto nos recuerda que no debemos perder nunca la fe en nuestras cocinas, en nuestras recetas y nuestros cocineros, ya que son un gran ejemplo de versatilidad para el mundo y siempre dejan a Colombia muy en alto. Espero que los recuerdos gastronómicos de mi Lord hayan quedado aún más arriba, para que él y la familia siempre añoren regresar a mi cocina y que lo hagan muy pronto.