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No podemos seguir negando que el hambre camina rampante por las calles del país y del mundo. Las últimas cifras que publicó la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) son demoledoras. Según el último informe sobre “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo” (SOFI), el número de personas que padecen de hambre llegó a 828 millones en 2021, lo que supone un incremento de unos 46 millones frente a 2020 y de 150 millones desde 2019. En total, se calcula que 3.100 millones de personas no tienen acceso a una dieta saludable. Lo más triste es que parece que a muchos de nosotros esto no nos dice mucho.
Para tener una idea, se calcula que alrededor de un tercio de los alimentos producidos para consumo humano se pierden o se desperdician. Eso sin contar que esto representa solo lo que tiramos, no los procesos que impactan cualquier producción, como el consumo de energía, la compra de las semillas, el agua que se usa, el combustible para la distribución… así podría seguir con muchas más cosas que perdemos cuando tiramos la comida.
Esta semana, el tema de conversación en Colombia y varios lugares del mundo ha sido la subida de la inflación, y lo poco que podemos comprar hoy con el mismo dinero que gastábamos hace unos meses. En mi casa hemos notado el aumento en los productos de la plaza, y ni hablemos de las carnes y los abarrotes. La campaña de buen uso de la energía es igual o peor que la del apagón de los 90 (para los que se acuerdan de esas “oscuras” épocas), y no se diga más de la priorización del consumo del agua, que ya de verdad es un lujo.
Para septiembre, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), entidad que ha brillado por ser juiciosa en su metodología técnica, reportó un aumento de 0,93% en la inflación del país, lo que lleva el acumulado anual a un 11,44%, convirtiéndose en la inflación más alta de este siglo. Entonces, el tema del costo de la vida no es un invento ni una cantaleta de mi mamá: es real y nos afecta a todos los colombianos.
Los desperdicios empiezan desde la producción, que muchas veces no da para ser recolectada y sirve de semilla o alimento para los animales, así esto genere pérdidas económicas. Sigamos, y cuando va bien la logística, llegamos a las plazas. Ahí el desperdicio, aunque menor, depende en gran medida del consumidor, que quiere alimentos de revista, sin magulladuras y que todo sea parejo. Grave error, porque nada tiene que ver la presentación del producto básico con su sabor y su contenido alimenticio. Yo, por ejemplo, compro magullado, con uno que otro desperfecto, que me funcione en casa y garantiza un mejor precio y la circulación de alimentos que están en un estado digno de consumo.
En los supermercados ni hablemos. El nivel de desperdicio es brutal, empujado por las políticas de fechas de consumo. Aquí, además, volvemos a la presentación, y ya ni digamos a los ciclos mismos que se manejan al interior de las cadenas. Pero quizá lo que más me duele, y es por donde empiezo siempre, es el desperdicio en casa. A mi si no me da pena repetir, empacar coca y, si sigue sobrando, congelar.
Y es que quien ha dicho que “se ve mal” o no se justifica, ahora sí, raspar la olla. Nunca ha estado más equivocado que ahora. Quiero decirles que hoy, tal vez más que nunca, todo esto se justifica, a la luz de estas alzas en la canasta familiar. Además, hace necesario reciclar todo lo que tengamos en nuestras cocinas, arreglar el mercado de tal forma que se pueda congelar lo que llegó abundante y hacer menús que prioricen lo que tiene pinta de que se dañará más pronto. Finalmente, si salimos a restaurante, perdamos la pena a pedir la caja con lo que queda pues, si no lo queremos, estoy segura de que alguien en la calle lo recibe con gusto, como su alimentación del día.
Tengo en mi cabeza la crisis alimentaria que hubo en Grecia hace un poco más de una década, donde veíamos en las noticias cómo los supermercados ponían aviso frente a las fechas de vencimiento, y la gente con información podía acceder a estos productos y garantizar su alimentación, pues en ningún punto se ponía en juego la vida de los compradores. Londres, por su parte, continuó implementando las cocinas de comidas recicladas, donde las personas de escasos recursos tienen acceso a los alimentos que quedan en restaurantes y almacenes en perfecto estado; y ni qué decir de los bancos de alimentos, que para mí son un ejemplo de construcción ciudadana.
Declararles la guerra a los desperdicios y las pérdidas de alimentos es obligatorio en un mundo como el de hoy. La crisis de acceso a los alimentos y de hambruna que estamos viviendo no es menor, como para seguir con una mano dando limosna en una esquina y con la otra, abriendo la nevera con cara de “botemos que están marchitadas las cosas”. Eso ya no es ingenuidad, es insensatez.
@Chefguty