Actualmente hay en el mundo un creciente movimiento. Se trata de ciudadanos originalmente citadinos que, como yo, hemos decidido volver a lo básico y buscar una pequeña parcela alejada de las grandes metrópolis para vivir. Ahí disfrutamos diariamente de experiencias como coadministrar la vía con las vacas o caballos que se volaron del corral, o amar ese despertador natural de las cuatro de la madrugada, ese canto de gallinetas y gallinas de la vereda que nunca se apaga, así sea domingo. También a dominar el trueque con los vecinos productores de verduras, con los panaderos, con la señora que tiene frutales y hasta con los expertos parrilleros que le solucionan a uno la comida diaria en medio de conversaciones sobre los jardines, los animales y el clima. Esa es una de las cosas que más me gusta.
Es particular cómo madrugar en este ambiente deja de ser un calvario, pues ver el amanecer con una taza de café fresco se convierte en el mejor motivo para admirar, en silencio, las decenas de colores del cielo. Desayunar sano es una dicha: los huevos criollos son de yemas amarillas y sabrosas y la leche llega en cantina para ser hervida.
Se trata de bondades de la tierra que cuando uno se sale de las grandes urbes poco a poco aprende a valorar como un gran tesoro, y pronto comienza a defenderlas de los grandes depredadores que, día a día, amenazan romper el silencio que tanto valoramos con planes absurdos, como 4x4 en un páramo, motopaseos a las 11 de la noche de un viernes por los caminos vecinales, competencias de drones de los vecinos gomosos por conseguir una gran toma y los temibles paseos desmedidos de ciclistas que no respetan las normas básicas de seguridad.
Pero como todo es cuestión de aprendizaje, cada cual va encontrando su camino. Y nosotros, los nuevos campesinos de corazón, comenzamos a fomentar el cuidado y preservación de los ecosistemas. Nos adaptamos a lo que sembramos, comemos lo que los vecinos y la tienda local nos ofrecen y, lo que me parece más increíble, todos nos volvemos expertos en mercadeo a la hora de promocionar los productos que con tanto amor tenemos a nuestro alrededor.
Sé que parezco una novia enamorada hablando bellezas del príncipe consorte. Y sí, sí vivo enamorada de las costillas ahumadas de mi vecino, de los quesos artesanales que ahora se producen en Cundinamarca, y me declaro perdidamente fanática de los pandeyucas de La Calera. Me he vuelto consumidora de los productos de las veredas cercanas, recojo los plásticos y botellas de los caminos, pero, por sobre todo, me he vuelto una persona tacaña con el agua, pues entendí lo valioso que es tenerla a diario para absolutamente todo.
Regresar a lo básico parece difícil, pero no lo es. Aprender a montar en bus es una experiencia que vale la pena cuando entendemos la dicha que es pensar en entrar a Bogotá con menos estrés. Caminar tranquilamente, sin pitos ni esquivando motos o patinetas, puede convertirse en un hábito que, además, nos deja hacer algo más de ejercicio, y poder ir a la tienda a sacar ‘fiado’ es la disculpa perfecta para respirar y vivir la esencia de lo simple.
Aprovechando que los amenacé tanto con mi vecino, les quiero recomendar el delicioso de plan de pasar por la casa de Roberto Liévano (@Rolietsmokes), en la vereda El Hato, de La Calera, en Cundinamarca. Desde su jardín de suculentas se puede sentir el aroma de carnes ahumadas artesanalmente con maderas naturales: bondiolas y costillitas de cerdo, tiernas faldas, pollos a cocción lenta y sabrosamente sazonados. Es la oportunidad de descubrir un lugar que es una inspiración de los buenos asados estadounidenses, dignos de un 4 de julio.
Para llegar a la excelencia, Roberto dañó y quemó mucha carne, como él mismo cuenta, hasta llegar a ese toque perfecto tipo Houston style, que pasó de ofrecerse en los asados de amigos y familias un domingo cualquiera a ser hoy su mejor plan y tesoro gastronómico. Pidan todas sus carnes para llevar y, de paso, la BBQ de guayaba y la salsa de ciruela con manzana criolla. Les aseguro que los van a venerar cuando saquen los manjares a sus mesas.
Para finalizar, pasen por los supermercados del pueblo, donde encontrarán una nueva marca de quesos tipo mozzarela, gouda, edam, caciocavallo y hasta frescos rellenos de uchuva, mora o tomate de árbol. Se llama La Gavia (@lagaviaquesos), y no saben la sorpresa tan agradable al paladar con un pan recién horneado y algo de encurtidos del pueblo.
Actualmente hay en el mundo un creciente movimiento. Se trata de ciudadanos originalmente citadinos que, como yo, hemos decidido volver a lo básico y buscar una pequeña parcela alejada de las grandes metrópolis para vivir. Ahí disfrutamos diariamente de experiencias como coadministrar la vía con las vacas o caballos que se volaron del corral, o amar ese despertador natural de las cuatro de la madrugada, ese canto de gallinetas y gallinas de la vereda que nunca se apaga, así sea domingo. También a dominar el trueque con los vecinos productores de verduras, con los panaderos, con la señora que tiene frutales y hasta con los expertos parrilleros que le solucionan a uno la comida diaria en medio de conversaciones sobre los jardines, los animales y el clima. Esa es una de las cosas que más me gusta.
Es particular cómo madrugar en este ambiente deja de ser un calvario, pues ver el amanecer con una taza de café fresco se convierte en el mejor motivo para admirar, en silencio, las decenas de colores del cielo. Desayunar sano es una dicha: los huevos criollos son de yemas amarillas y sabrosas y la leche llega en cantina para ser hervida.
Se trata de bondades de la tierra que cuando uno se sale de las grandes urbes poco a poco aprende a valorar como un gran tesoro, y pronto comienza a defenderlas de los grandes depredadores que, día a día, amenazan romper el silencio que tanto valoramos con planes absurdos, como 4x4 en un páramo, motopaseos a las 11 de la noche de un viernes por los caminos vecinales, competencias de drones de los vecinos gomosos por conseguir una gran toma y los temibles paseos desmedidos de ciclistas que no respetan las normas básicas de seguridad.
Pero como todo es cuestión de aprendizaje, cada cual va encontrando su camino. Y nosotros, los nuevos campesinos de corazón, comenzamos a fomentar el cuidado y preservación de los ecosistemas. Nos adaptamos a lo que sembramos, comemos lo que los vecinos y la tienda local nos ofrecen y, lo que me parece más increíble, todos nos volvemos expertos en mercadeo a la hora de promocionar los productos que con tanto amor tenemos a nuestro alrededor.
Sé que parezco una novia enamorada hablando bellezas del príncipe consorte. Y sí, sí vivo enamorada de las costillas ahumadas de mi vecino, de los quesos artesanales que ahora se producen en Cundinamarca, y me declaro perdidamente fanática de los pandeyucas de La Calera. Me he vuelto consumidora de los productos de las veredas cercanas, recojo los plásticos y botellas de los caminos, pero, por sobre todo, me he vuelto una persona tacaña con el agua, pues entendí lo valioso que es tenerla a diario para absolutamente todo.
Regresar a lo básico parece difícil, pero no lo es. Aprender a montar en bus es una experiencia que vale la pena cuando entendemos la dicha que es pensar en entrar a Bogotá con menos estrés. Caminar tranquilamente, sin pitos ni esquivando motos o patinetas, puede convertirse en un hábito que, además, nos deja hacer algo más de ejercicio, y poder ir a la tienda a sacar ‘fiado’ es la disculpa perfecta para respirar y vivir la esencia de lo simple.
Aprovechando que los amenacé tanto con mi vecino, les quiero recomendar el delicioso de plan de pasar por la casa de Roberto Liévano (@Rolietsmokes), en la vereda El Hato, de La Calera, en Cundinamarca. Desde su jardín de suculentas se puede sentir el aroma de carnes ahumadas artesanalmente con maderas naturales: bondiolas y costillitas de cerdo, tiernas faldas, pollos a cocción lenta y sabrosamente sazonados. Es la oportunidad de descubrir un lugar que es una inspiración de los buenos asados estadounidenses, dignos de un 4 de julio.
Para llegar a la excelencia, Roberto dañó y quemó mucha carne, como él mismo cuenta, hasta llegar a ese toque perfecto tipo Houston style, que pasó de ofrecerse en los asados de amigos y familias un domingo cualquiera a ser hoy su mejor plan y tesoro gastronómico. Pidan todas sus carnes para llevar y, de paso, la BBQ de guayaba y la salsa de ciruela con manzana criolla. Les aseguro que los van a venerar cuando saquen los manjares a sus mesas.
Para finalizar, pasen por los supermercados del pueblo, donde encontrarán una nueva marca de quesos tipo mozzarela, gouda, edam, caciocavallo y hasta frescos rellenos de uchuva, mora o tomate de árbol. Se llama La Gavia (@lagaviaquesos), y no saben la sorpresa tan agradable al paladar con un pan recién horneado y algo de encurtidos del pueblo.