Escena número 1: Un viaje a cualquier lugar de esos de vacaciones familiares fuera del país. Escena número 2: Mis amigas que viven por allá, me encargan algunas delicias colombianas que no se consiguen ni en las tiendas colombianas ni latinas. Escena número 3: un policía de migración norteamericano me pide que traduzca al inglés gelatina de pata, a lo que respondo “leg jelly, mister”. Él sigue creyendo que realmente lo que estoy tratando de entrar a su país una pieza sacada del Museo Nacional o algún hallazgo fósil de Villa de Leyva en una bolsa sellada al vacío. Así somos, y en esas me las paso cada vez que viajo y quiero complacer a alguien con los antojos de la infancia.
No sé qué fijación tienen mis coterráneos residentes en el exterior con las habas fritas, el famoso “arrancamuelas” boyacense, pues a mí me gustan frescas en sopas y ensalada, pero mis amigas pagan escondederos de a peso por un paquete de crocantes y saladitas habas fritas. Y ni se diga la que le da porque le lleve harina para hacer arepas, “que por allá no consigue la marca que es”, “que si no es con la que venden acá no le sale el forrito de la arepa ocañera crocante para echarle queso salado”. Eso sí, ni a bate llevo el queso costeño, porque me moja toda la ropa y me la deja con aroma inolvidable por tres meses.
La nostalgia del colombiano se mata en el exterior con regalos que nos llevan al pasado. Golosinas para la niña interior, como “Súpercocos, Bom Bom Bunes, Cocosettes, y hasta cocadas y panuchas santandereanas. El encargo es nacional, pero también puede ser local, y en esos a veces me veo obligada a correr por media ciudad para poder complacer a la persona que sueña con recibir un bocado de Colombia, sin percatarse de la película que a mi me toca montar en cada aduana, para sonreír y que así no me quiten los regalos añorados (yes mister, CO CA DA, with coconut).
Recuerdo particularmente un viaje donde el antojo era masa de pandeyuca. Yo, como buena cocinera, obviamente compré el almidón de yuca, los quesos y me puse manos a la obra. Vaya y explíquele a la guardia qué es eso, y porqué su hermana iba a gozar de lo lindo cuando los horneara, y que por el contrario no estaba pasando nada ilegal en estado de amasar. Eso no lo entiende el que está al otro lado del vidrio de migración, que aguarda con cara de ponqué, globos, flores y ganas de que lleguemos para desempacar los encargos nacionales.
Hagan el ejercicio de pensar en esos momentos inolvidables que han tenido que pasar llevando mecato a otro país, y verán que la anécdota está llena de frunas, almojábanas, arepas de huevo congeladas, tamales, lechona, envueltos de mazorca y hasta torta hecha por la abuela. Somos muy consentidos, y eso se nos nota cada vez que viajamos. Que si me trae yuca (así como lo oyen: tres kilos de tubérculo en la maleta, pelados, congelados y al vacío), que el suero costeño de acá no es igual (si se le enreda una cajita), plátano en todas sus variedades y estados de maduración, que un paquete de chocolatinas jet (y cuidado le quita las figuritas), un par de botellas de guaro del departamento al que pertenezca el personaje a visitar, y la infaltable encomienda de la mamá, que puede estar cargada de amor por montones.
“Colombia tierra querida himno de fe y armonía”. Hagan el favor los amigos migrantes a otras naciones de este planeta, y pónganse serios la próxima vez que los vaya a visitar. Yo les llevo café, chocolisto, manimotos y hasta papas fritas con sabor a limón, pero eso de llevarles empaques de butifarras, chicharrones carnudos y salchichón, se esta volviendo imposible. Más bien échense la rodadita una semana por acá y les preparo las empanadas y todos los antojos que guardan en su corazón.
Y anoten para siempre cuando lleven gelatina de pata: “Yes mister: Leg Jelly!”
@chefguty
Escena número 1: Un viaje a cualquier lugar de esos de vacaciones familiares fuera del país. Escena número 2: Mis amigas que viven por allá, me encargan algunas delicias colombianas que no se consiguen ni en las tiendas colombianas ni latinas. Escena número 3: un policía de migración norteamericano me pide que traduzca al inglés gelatina de pata, a lo que respondo “leg jelly, mister”. Él sigue creyendo que realmente lo que estoy tratando de entrar a su país una pieza sacada del Museo Nacional o algún hallazgo fósil de Villa de Leyva en una bolsa sellada al vacío. Así somos, y en esas me las paso cada vez que viajo y quiero complacer a alguien con los antojos de la infancia.
No sé qué fijación tienen mis coterráneos residentes en el exterior con las habas fritas, el famoso “arrancamuelas” boyacense, pues a mí me gustan frescas en sopas y ensalada, pero mis amigas pagan escondederos de a peso por un paquete de crocantes y saladitas habas fritas. Y ni se diga la que le da porque le lleve harina para hacer arepas, “que por allá no consigue la marca que es”, “que si no es con la que venden acá no le sale el forrito de la arepa ocañera crocante para echarle queso salado”. Eso sí, ni a bate llevo el queso costeño, porque me moja toda la ropa y me la deja con aroma inolvidable por tres meses.
La nostalgia del colombiano se mata en el exterior con regalos que nos llevan al pasado. Golosinas para la niña interior, como “Súpercocos, Bom Bom Bunes, Cocosettes, y hasta cocadas y panuchas santandereanas. El encargo es nacional, pero también puede ser local, y en esos a veces me veo obligada a correr por media ciudad para poder complacer a la persona que sueña con recibir un bocado de Colombia, sin percatarse de la película que a mi me toca montar en cada aduana, para sonreír y que así no me quiten los regalos añorados (yes mister, CO CA DA, with coconut).
Recuerdo particularmente un viaje donde el antojo era masa de pandeyuca. Yo, como buena cocinera, obviamente compré el almidón de yuca, los quesos y me puse manos a la obra. Vaya y explíquele a la guardia qué es eso, y porqué su hermana iba a gozar de lo lindo cuando los horneara, y que por el contrario no estaba pasando nada ilegal en estado de amasar. Eso no lo entiende el que está al otro lado del vidrio de migración, que aguarda con cara de ponqué, globos, flores y ganas de que lleguemos para desempacar los encargos nacionales.
Hagan el ejercicio de pensar en esos momentos inolvidables que han tenido que pasar llevando mecato a otro país, y verán que la anécdota está llena de frunas, almojábanas, arepas de huevo congeladas, tamales, lechona, envueltos de mazorca y hasta torta hecha por la abuela. Somos muy consentidos, y eso se nos nota cada vez que viajamos. Que si me trae yuca (así como lo oyen: tres kilos de tubérculo en la maleta, pelados, congelados y al vacío), que el suero costeño de acá no es igual (si se le enreda una cajita), plátano en todas sus variedades y estados de maduración, que un paquete de chocolatinas jet (y cuidado le quita las figuritas), un par de botellas de guaro del departamento al que pertenezca el personaje a visitar, y la infaltable encomienda de la mamá, que puede estar cargada de amor por montones.
“Colombia tierra querida himno de fe y armonía”. Hagan el favor los amigos migrantes a otras naciones de este planeta, y pónganse serios la próxima vez que los vaya a visitar. Yo les llevo café, chocolisto, manimotos y hasta papas fritas con sabor a limón, pero eso de llevarles empaques de butifarras, chicharrones carnudos y salchichón, se esta volviendo imposible. Más bien échense la rodadita una semana por acá y les preparo las empanadas y todos los antojos que guardan en su corazón.
Y anoten para siempre cuando lleven gelatina de pata: “Yes mister: Leg Jelly!”
@chefguty