Llegó el momento de la verdad, no tenemos más excusas para no voltear a mirar a nuestros campesinos, que durante toda la pandemia mantuvieron abastecido al país. Mientras nosotros, cómodos citadinos, mirábamos a través de la televisión la difícil situación de los mercados y el abastecimiento, fueron ellos quienes, con tabapocas y una fe firme, mantuvieron nuestras neveras llenas. Entonces llega el día de hacernos unas cuantas preguntas con el corazón: ¿estamos dispuestos a invertir en nuestro campo? ¿Somos capaces de dejar el icopor y la película plástica donde nos empacan la fruta perfecta? Son preguntas incómodas, porque si en algo hemos cedido es en el tema de mercado todos estos meses. Preferimos pedir a domicilio de un supermercado antes que someternos a salir a la calle, y menos a una plaza. El resultado: nuestro campo está seriamente afectado, pareciera que el turno del virus de la indiferencia es con ellos.
Hemos oído hablar en estos meses de la precaria situación de nuestro campo, de cómo el Gobierno va poniéndose al día en procesos de desarrollo y tecnología, pero los milagros no existen. Las deudas históricas no se solucionan en un solo gobierno y menos en la peor pandemia de los últimos 100 años. Esto se mejora en la medida que cada uno de nosotros ponga de su parte, mucho o poco, pero pongamos. En este punto dirán: “Esta señora se enloqueció, las cifras volverán a crecer”. Pues no, no estoy loca, y en varias oportunidades lo he dicho. Debemos comprar local, buscar las redes de distribución de las plazas de mercado y, sobre todo, salir de la comodidad única del “vinipel y la cajita perfecta”.
Esta semana hablábamos con un muy buen amigo de cómo ha cambiado el concepto de belleza, pues cuando yo era chiquita (ojo, no estoy hablando de más de 40 años), la comida era la medida de lo sano que estaba uno. Cachetes rosados, brazos rellenitos y sonrisas a la hora de comer. No importaba si la papa era pareja, las manzanas criollas o importadas, pero existía un respeto proporcional a mis cachetes por comprar comida “del campo”.
Este año he hablado con productores de ahuyama, de arroz, de legumbres, y todos llegan tristemente al mismo punto: la intermediación los está matando. Entre lo que gastan para producir y el ridículo precio de venta, es mejor dejar así y ceder a las importaciones de frutas perfectas y bandejas plastificadas la historia de nuestras semillas y nuestro campo.
Hoy hago un llamado a la cordura. Por todas y cada una de las familias que se dedican a sembrar papa en el país. No importa si es en Nariño, Boyacá, Cundinamarca, pues todos los departamentos hacen parte de #MadamePapita. Mi historia de infancia es que acompañaba a los cultivadores de El Rosal a recoger su papa criolla y yo me quedaba con unas cuantas papitas, que fueron mi mejor tesoro para descubrir que nací para la cocina y con un ADN de papa que me recorre de pies a cabeza.
Más de 110.000 familas en Colombia viven de este cultivo. Tenemos unas 12 variedades que se comercializan, de las 250 que Fedepapa identifica en el país. No hay casa donde el caldo de papa no sea la cura de un dolor de estómago, el arroz con pollo no se acompañe de papas fritas y la papa salada no sea la solución a cualquier guayabo. Es hora de voltearnos a ver el campo no solo con ojos de eso que está allá tan lejos, es hora de comprar y consumir colombiano para devolverles a estos hombres y mujeres su trabajo y tenacidad, para mantenernos alimentados en esta pandemia. No seamos conchudos. La papa congelada además es insípida y no hay forma de hacer un buen caldo, o una tortilla de espinaca y papa para los niños, y muchísimo menos una buena papa rellena.
Hoy mi columna es solo para ellos, para cada uno de los colombianos que siembran a diario el campo y le dedican alma y corazón a la papa colombiana.
Llegó el momento de la verdad, no tenemos más excusas para no voltear a mirar a nuestros campesinos, que durante toda la pandemia mantuvieron abastecido al país. Mientras nosotros, cómodos citadinos, mirábamos a través de la televisión la difícil situación de los mercados y el abastecimiento, fueron ellos quienes, con tabapocas y una fe firme, mantuvieron nuestras neveras llenas. Entonces llega el día de hacernos unas cuantas preguntas con el corazón: ¿estamos dispuestos a invertir en nuestro campo? ¿Somos capaces de dejar el icopor y la película plástica donde nos empacan la fruta perfecta? Son preguntas incómodas, porque si en algo hemos cedido es en el tema de mercado todos estos meses. Preferimos pedir a domicilio de un supermercado antes que someternos a salir a la calle, y menos a una plaza. El resultado: nuestro campo está seriamente afectado, pareciera que el turno del virus de la indiferencia es con ellos.
Hemos oído hablar en estos meses de la precaria situación de nuestro campo, de cómo el Gobierno va poniéndose al día en procesos de desarrollo y tecnología, pero los milagros no existen. Las deudas históricas no se solucionan en un solo gobierno y menos en la peor pandemia de los últimos 100 años. Esto se mejora en la medida que cada uno de nosotros ponga de su parte, mucho o poco, pero pongamos. En este punto dirán: “Esta señora se enloqueció, las cifras volverán a crecer”. Pues no, no estoy loca, y en varias oportunidades lo he dicho. Debemos comprar local, buscar las redes de distribución de las plazas de mercado y, sobre todo, salir de la comodidad única del “vinipel y la cajita perfecta”.
Esta semana hablábamos con un muy buen amigo de cómo ha cambiado el concepto de belleza, pues cuando yo era chiquita (ojo, no estoy hablando de más de 40 años), la comida era la medida de lo sano que estaba uno. Cachetes rosados, brazos rellenitos y sonrisas a la hora de comer. No importaba si la papa era pareja, las manzanas criollas o importadas, pero existía un respeto proporcional a mis cachetes por comprar comida “del campo”.
Este año he hablado con productores de ahuyama, de arroz, de legumbres, y todos llegan tristemente al mismo punto: la intermediación los está matando. Entre lo que gastan para producir y el ridículo precio de venta, es mejor dejar así y ceder a las importaciones de frutas perfectas y bandejas plastificadas la historia de nuestras semillas y nuestro campo.
Hoy hago un llamado a la cordura. Por todas y cada una de las familias que se dedican a sembrar papa en el país. No importa si es en Nariño, Boyacá, Cundinamarca, pues todos los departamentos hacen parte de #MadamePapita. Mi historia de infancia es que acompañaba a los cultivadores de El Rosal a recoger su papa criolla y yo me quedaba con unas cuantas papitas, que fueron mi mejor tesoro para descubrir que nací para la cocina y con un ADN de papa que me recorre de pies a cabeza.
Más de 110.000 familas en Colombia viven de este cultivo. Tenemos unas 12 variedades que se comercializan, de las 250 que Fedepapa identifica en el país. No hay casa donde el caldo de papa no sea la cura de un dolor de estómago, el arroz con pollo no se acompañe de papas fritas y la papa salada no sea la solución a cualquier guayabo. Es hora de voltearnos a ver el campo no solo con ojos de eso que está allá tan lejos, es hora de comprar y consumir colombiano para devolverles a estos hombres y mujeres su trabajo y tenacidad, para mantenernos alimentados en esta pandemia. No seamos conchudos. La papa congelada además es insípida y no hay forma de hacer un buen caldo, o una tortilla de espinaca y papa para los niños, y muchísimo menos una buena papa rellena.
Hoy mi columna es solo para ellos, para cada uno de los colombianos que siembran a diario el campo y le dedican alma y corazón a la papa colombiana.