Se llegó el 20 de julio, día de nuestra Independencia, el cual rara vez entendemos como un momento de celebración del orgullo patrio pues en realidad lo que esperamos con ansias es un puente más en el año. Este año sin puente, hay que sacarle provecho al sábado, paseos, piquetes, salida a ver el desfile militar, todo acompañado de un bueno almuerzo: trancado, lleno de sabores criollos y que represente esa gesta libertadora que nos dejó claro quiénes somos los colombianos y qué nos gusta comer.
Los colombianos no seríamos una cultura recia y trabajadora sin unas raíces gastronómicas tan fuertes. Desde que nos levantamos hasta que volvemos a la casa, la comida hace parte de esa esencia regional que nos engrandece. Hemos heredado los gustos de las abuelas, los secretos de las suegras y hemos aprendido de la mano de la vecina y amigas los platos de moda. Nuestra cocina es el ejemplo de la mezcla de culturas, técnicas y saberes ancestrales que terminan siendo el mejor regalo que uno hereda.
Qué sería de los colombianos residentes en otros países sin las listas eternas de detalles para llevarles un mordisco de país: café, aguardiente, arepas congeladas, envueltos de maíz, amasijos y hasta lechona. El que niega los regalos de comida que ha llevado por el mundo está negando a la mamá. Pero esto no solo es con nuestros seres queridos que están afuera, hablemos ahora de nosotros, los que estamos aquí y con el simple hecho de llegar a cualquier ciudad igual llevamos el postre de la región, una caja con un pedazo de mamona o la bolsa de suero fresco.
Colombiano que se respete es glotón, le gusta la comida sabrosa y se reconoce con un buen plato de comida. No me digan que la dichosa changua no es una mezcla extraña y particular, que a todos no nos gusta, pero es insignia de la comida del interior y tiene su fanaticada. Además, no son los únicos; en Boyacá no nos dejan irnos sin un buen plato de cocido, una gallina, un caldo de papa para el frío o un buen piquete. En los Santanderes la pepitoria, la carne oreada, los pasteles de garbanzo, la arepa con ceniza y marrano, o un buen cabrito.
El Valle del Cauca y nuestro Pacífico no tendrían el sabor que les corre a todos por las venas sin el chontaduro en bolsa, las marranitas, el atollado, el bocachico y todos los mariscos frescos que da el mar. El arroz clavado, la pingua, el pusandao y hasta el mismísimo cui.
La cultura paisa estaría coja y sin raíces sin unos buenos frijoles con los cuales se crían los niños y reviven a los adultos. Bandeja, cazuela o sopa, los frijoles paisas no tienen comparación. ¡Súmenle la arepa! Sin arepa no hay día que empiece completo, con chicharrón, queso o simplemente mantequilla, es la impronta de una cultura que el mundo conoce por su tesón, trabajo y la arepa paisa.
No seríamos colombianos hasta los tuétanos sin nuestras sopas, a lo largo y ancho del país todos tomamos sopas y ojalá con mucho recado para que no nos quepa ni un arroz parado. Sancocho de gallina, trifásico o de pescado; una mazamorra chiquita, un cuchuco con espinazo, el ajiaco, mote de queso, mute, la sopa de arroz con rabo o de plátano colicero. Un buen plato de guandú o un buen caldo también son medicinas para los enfermos o los enguayabados, caldo de pajarilla o caldo de pescado. En fin, las sopas son levantamuertos.
Por último, no podríamos tener la alegría y la amabilidad que cargamos todos si no fuera porque somos una cultura dulcera donde las frutas son la base de muchos de nuestros postres como los casquitos de limón, el dulce de papayuela o de mora, las bolitas de tamarindo o las cocadas. Luego las tortas, galletas y masas nos llenan de dicha y si nos damos la oportunidad de disfrutar un postre de tres leches, un merengón o un flan, seguro ya el almuerzo valió la pena. Y de sobremesa no nos podían faltar los jugos de cuanta fruta se nos cruce porque nuestro campo sabe mejor gracias a la gulupa, mora, guayaba, guanábana, lulada y hasta agua de panela fría con limón.
Podría seguir aquí enumerándoles las delicias regionales, pero si se fijan bien cada plato les trajo un recuerdo, un sabor o una historia que seguro les llena el corazón y les recuerda que somos unos colombianos sabrosos, trabajadores y llenos de orgullo de celebrar nuestro Bicentenario. Por mi parte, mañana en esta cocina habrá un sancocho trifásico hecho en leña con los vecinos, patacones y unas cuantas cervezas. Comeremos y brindaremos por lo bueno, lo malo y lo regular de estos primeros 200 años de cocina colombiana.
Se llegó el 20 de julio, día de nuestra Independencia, el cual rara vez entendemos como un momento de celebración del orgullo patrio pues en realidad lo que esperamos con ansias es un puente más en el año. Este año sin puente, hay que sacarle provecho al sábado, paseos, piquetes, salida a ver el desfile militar, todo acompañado de un bueno almuerzo: trancado, lleno de sabores criollos y que represente esa gesta libertadora que nos dejó claro quiénes somos los colombianos y qué nos gusta comer.
Los colombianos no seríamos una cultura recia y trabajadora sin unas raíces gastronómicas tan fuertes. Desde que nos levantamos hasta que volvemos a la casa, la comida hace parte de esa esencia regional que nos engrandece. Hemos heredado los gustos de las abuelas, los secretos de las suegras y hemos aprendido de la mano de la vecina y amigas los platos de moda. Nuestra cocina es el ejemplo de la mezcla de culturas, técnicas y saberes ancestrales que terminan siendo el mejor regalo que uno hereda.
Qué sería de los colombianos residentes en otros países sin las listas eternas de detalles para llevarles un mordisco de país: café, aguardiente, arepas congeladas, envueltos de maíz, amasijos y hasta lechona. El que niega los regalos de comida que ha llevado por el mundo está negando a la mamá. Pero esto no solo es con nuestros seres queridos que están afuera, hablemos ahora de nosotros, los que estamos aquí y con el simple hecho de llegar a cualquier ciudad igual llevamos el postre de la región, una caja con un pedazo de mamona o la bolsa de suero fresco.
Colombiano que se respete es glotón, le gusta la comida sabrosa y se reconoce con un buen plato de comida. No me digan que la dichosa changua no es una mezcla extraña y particular, que a todos no nos gusta, pero es insignia de la comida del interior y tiene su fanaticada. Además, no son los únicos; en Boyacá no nos dejan irnos sin un buen plato de cocido, una gallina, un caldo de papa para el frío o un buen piquete. En los Santanderes la pepitoria, la carne oreada, los pasteles de garbanzo, la arepa con ceniza y marrano, o un buen cabrito.
El Valle del Cauca y nuestro Pacífico no tendrían el sabor que les corre a todos por las venas sin el chontaduro en bolsa, las marranitas, el atollado, el bocachico y todos los mariscos frescos que da el mar. El arroz clavado, la pingua, el pusandao y hasta el mismísimo cui.
La cultura paisa estaría coja y sin raíces sin unos buenos frijoles con los cuales se crían los niños y reviven a los adultos. Bandeja, cazuela o sopa, los frijoles paisas no tienen comparación. ¡Súmenle la arepa! Sin arepa no hay día que empiece completo, con chicharrón, queso o simplemente mantequilla, es la impronta de una cultura que el mundo conoce por su tesón, trabajo y la arepa paisa.
No seríamos colombianos hasta los tuétanos sin nuestras sopas, a lo largo y ancho del país todos tomamos sopas y ojalá con mucho recado para que no nos quepa ni un arroz parado. Sancocho de gallina, trifásico o de pescado; una mazamorra chiquita, un cuchuco con espinazo, el ajiaco, mote de queso, mute, la sopa de arroz con rabo o de plátano colicero. Un buen plato de guandú o un buen caldo también son medicinas para los enfermos o los enguayabados, caldo de pajarilla o caldo de pescado. En fin, las sopas son levantamuertos.
Por último, no podríamos tener la alegría y la amabilidad que cargamos todos si no fuera porque somos una cultura dulcera donde las frutas son la base de muchos de nuestros postres como los casquitos de limón, el dulce de papayuela o de mora, las bolitas de tamarindo o las cocadas. Luego las tortas, galletas y masas nos llenan de dicha y si nos damos la oportunidad de disfrutar un postre de tres leches, un merengón o un flan, seguro ya el almuerzo valió la pena. Y de sobremesa no nos podían faltar los jugos de cuanta fruta se nos cruce porque nuestro campo sabe mejor gracias a la gulupa, mora, guayaba, guanábana, lulada y hasta agua de panela fría con limón.
Podría seguir aquí enumerándoles las delicias regionales, pero si se fijan bien cada plato les trajo un recuerdo, un sabor o una historia que seguro les llena el corazón y les recuerda que somos unos colombianos sabrosos, trabajadores y llenos de orgullo de celebrar nuestro Bicentenario. Por mi parte, mañana en esta cocina habrá un sancocho trifásico hecho en leña con los vecinos, patacones y unas cuantas cervezas. Comeremos y brindaremos por lo bueno, lo malo y lo regular de estos primeros 200 años de cocina colombiana.