¿Han notado que cuando uno se encuentra con un paisa en alguna parte del mundo, lo primero que dice extrañar de Colombia son los fríjoles y las arepas? Así busquen y eventualmente encuentren alguno que sea producto local, para ellos ese fríjol nunca será igual al que se produce y prepara en su tierra. Lo mismo pasa con los costeños, que mueren por un buen jugo de níspero o una mojarra bien frita, o con los caleños, que nunca verán un chontaduro mejor que el de la ‘Sucursal del cielo’. Son anécdotas que, en muchos casos, causan risa, pero que realmente nos demuestran es el arraigo por las raíces gastronómicas que cada uno de nosotros lleva en el ADN. ¡Arraigo y apego del sabroso por sus raíces!
Viajar es, en mi caso, la manera más fabulosa de conocer, aprender y saborear el mundo. Eso de comida enlatada o empaquetada para poder saber a qué sabe algo no me acaba de funcionar y, por el contrario, valoro cada plato que me sirven mis amigos extranjeros radicados en Colombia, con la historia local de cada uno de estos.
Probar, ver, conocer y expandir la mente. Eso son los viajes gastronómicos, que permiten aprender para luego aplicar, si es que se animan, recetas originarias de otras tierras que adaptamos y volvemos propias. Pero cuando el viaje se vuelve largo y comenzamos a trasladarnos y nos convertimos en los mismos amigos extranjeros de otro, lo primero que se vuelve una necesidad latente y tema de conversación es la comida.
Esas raíces, que cada vez son más profundas y fuertes, se convierten en lo que más añoramos de casa junto con la familia. Esos productos marcan nuestra vida de una forma amorosa y se vuelven motivo de orgullo patrio, como los frijoles paisas. Esta semana, en una comida familiar fuera del país, donde coincidimos primos y hermanas, evidentemente uno de los temas fue la comida, los viajes que se hacen para conseguir los productos, y lo que significa comer lo que sabe a familia.
Unos, por ejemplo, decían que la tienda colombiana estaba a unas dos horas de recorrido, pero que iban de vez en cuando por arepas y otras delicias. Mi hermana, por su parte, explicó que la comunidad colombiana en Londres es lo suficientemente grande para conseguir todo lo que se necesite relativamente fácil. Ella también es de las de pegarse el viaje por unos buenos frijoles con colombiana y un mercado ‘de la tierra’.
A su turno, los demás acompañantes de la mesa reconocían las delicias de la cocina, como la arepa, los dulces, el pandeyuca y el pandebono, famoso esta semana al ser premiado por TasteAtlas como uno de los mejores panes del mundo. Me sorprendió mucho que tuvieran los panes colombianos tan presentes, y la conversación fue tan perfecta, que tuve antojo de pandebono con bocadillo y, así me linchen, con coca cola helada.
De inmediato mi cabeza me llevó a la última vez que los comí en un puesto en la calle en el centro de Bogotá: textura, sabor, olor… Todo llegó a mi cabeza como una imagen maravillosa, para recordar con amor ese momento. La memoria gustativa se construye sobre esas mismas raíces de las que empecé hablando hoy y que son necesarias para mantener fuerte nuestra memoria gustativa y, por ende, la memoria gastronómica. Más allá de libros, charlas o aplicaciones, el mayor tesoro gastronómico que tenemos como sociedad son los pasos a través de tradiciones heredadas, generalmente contadas, y algunas veces escritas y pasadas.
La narrativa con la que contamos fortalece la importancia de atesorar esos momentos. Nos lleva a los recuerdos y, de alguna forma, cuando probamos sabemos cómo estamos. Es increíble la manera como los sentidos juegan a favor de nosotros, de nuestra cultura y de nuestras raíces. Así que no sientan vergüenza de manejar dos horas por unas arepas, o de pedir una areparina cuando alguien viaje. Por el contrario, acuérdense siempre de anotar lo que les falta, lo que extrañan, que seguramente nos permitirá heredarle a alguien ese gusto por lo nuestro.
¿Han notado que cuando uno se encuentra con un paisa en alguna parte del mundo, lo primero que dice extrañar de Colombia son los fríjoles y las arepas? Así busquen y eventualmente encuentren alguno que sea producto local, para ellos ese fríjol nunca será igual al que se produce y prepara en su tierra. Lo mismo pasa con los costeños, que mueren por un buen jugo de níspero o una mojarra bien frita, o con los caleños, que nunca verán un chontaduro mejor que el de la ‘Sucursal del cielo’. Son anécdotas que, en muchos casos, causan risa, pero que realmente nos demuestran es el arraigo por las raíces gastronómicas que cada uno de nosotros lleva en el ADN. ¡Arraigo y apego del sabroso por sus raíces!
Viajar es, en mi caso, la manera más fabulosa de conocer, aprender y saborear el mundo. Eso de comida enlatada o empaquetada para poder saber a qué sabe algo no me acaba de funcionar y, por el contrario, valoro cada plato que me sirven mis amigos extranjeros radicados en Colombia, con la historia local de cada uno de estos.
Probar, ver, conocer y expandir la mente. Eso son los viajes gastronómicos, que permiten aprender para luego aplicar, si es que se animan, recetas originarias de otras tierras que adaptamos y volvemos propias. Pero cuando el viaje se vuelve largo y comenzamos a trasladarnos y nos convertimos en los mismos amigos extranjeros de otro, lo primero que se vuelve una necesidad latente y tema de conversación es la comida.
Esas raíces, que cada vez son más profundas y fuertes, se convierten en lo que más añoramos de casa junto con la familia. Esos productos marcan nuestra vida de una forma amorosa y se vuelven motivo de orgullo patrio, como los frijoles paisas. Esta semana, en una comida familiar fuera del país, donde coincidimos primos y hermanas, evidentemente uno de los temas fue la comida, los viajes que se hacen para conseguir los productos, y lo que significa comer lo que sabe a familia.
Unos, por ejemplo, decían que la tienda colombiana estaba a unas dos horas de recorrido, pero que iban de vez en cuando por arepas y otras delicias. Mi hermana, por su parte, explicó que la comunidad colombiana en Londres es lo suficientemente grande para conseguir todo lo que se necesite relativamente fácil. Ella también es de las de pegarse el viaje por unos buenos frijoles con colombiana y un mercado ‘de la tierra’.
A su turno, los demás acompañantes de la mesa reconocían las delicias de la cocina, como la arepa, los dulces, el pandeyuca y el pandebono, famoso esta semana al ser premiado por TasteAtlas como uno de los mejores panes del mundo. Me sorprendió mucho que tuvieran los panes colombianos tan presentes, y la conversación fue tan perfecta, que tuve antojo de pandebono con bocadillo y, así me linchen, con coca cola helada.
De inmediato mi cabeza me llevó a la última vez que los comí en un puesto en la calle en el centro de Bogotá: textura, sabor, olor… Todo llegó a mi cabeza como una imagen maravillosa, para recordar con amor ese momento. La memoria gustativa se construye sobre esas mismas raíces de las que empecé hablando hoy y que son necesarias para mantener fuerte nuestra memoria gustativa y, por ende, la memoria gastronómica. Más allá de libros, charlas o aplicaciones, el mayor tesoro gastronómico que tenemos como sociedad son los pasos a través de tradiciones heredadas, generalmente contadas, y algunas veces escritas y pasadas.
La narrativa con la que contamos fortalece la importancia de atesorar esos momentos. Nos lleva a los recuerdos y, de alguna forma, cuando probamos sabemos cómo estamos. Es increíble la manera como los sentidos juegan a favor de nosotros, de nuestra cultura y de nuestras raíces. Así que no sientan vergüenza de manejar dos horas por unas arepas, o de pedir una areparina cuando alguien viaje. Por el contrario, acuérdense siempre de anotar lo que les falta, lo que extrañan, que seguramente nos permitirá heredarle a alguien ese gusto por lo nuestro.