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“Invitamos a líderes políticos de diversas orillas y a nuestros columnistas a reconocer algo valioso en aquellos con quienes usualmente están en desacuerdo e, incluso, en confrontación. (...) En la política se combaten ideas, no personas”. Editorial El Espectador (22-12-2024)
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La polarización en Colombia es quizás una de las enfermedades más graves de las últimas décadas, y de ella se desprenden un sinfín de patologías que nos afectan a todos. Esta enfermedad, que corroe, justifica ataques desmedidos y alimenta la inequidad social en nombre de cualquier credo, idea política o diferencia racial. Desde cómo nos comemos los huevos hasta el valor de la canasta familiar, todo es motivo de guerras titánicas que, generalmente, terminan en daños irreversibles y, en muchos casos, la muerte misma.
Hablar de esquinas, pensamientos, o sabores y saberes diferentes literalmente abre las puertas del infierno. Vivimos en una sociedad inmediatista, donde se gobiernan naciones desde las redes sociales y líderes mundiales dictan cátedra y alteran la geopolítica con 140 caracteres. Además, nacen semidioses que creen tener la verdad revelada sobre salud, nutrición y calidad de vida en videos cortos que acaban siendo contenidos intocables, olvidando la base de construir un entorno donde la salud mental, la convivencia y la vida misma sean el eje primario del desarrollo.
Esta reflexión va encaminada a tratar de entender en qué momento perdimos la calidad y la veracidad de la información que distribuimos. También, revisar cómo podemos tergiversar el diario vivir, incluida la calidad de lo que nos alimenta, moldeando a su antojo a quienes consumen este tipo de contenidos. En el mundo, hace años se habla de una alimentación primaria o complementaria, que incluye dos tipos de “platos”: el de comida al que estamos habituados (carbohidratos, proteínas, vegetales) y uno más importante, donde ponemos todo lo que nos rodea: entorno social, experiencias, relaciones interpersonales y los ambientes donde nos desarrollamos. Todo esto nos nutre de manera directa y nos permite levantarnos a diario.
Pensándolo así, los colombianos estamos bien desnutridos en nuestro diario acontecer. No solo por el rebusque para generar ingresos que permitan mantener la canasta familiar cubierta, sino también por estar intoxicados de peleas, intolerancias y resistencias. Esto nos mantiene en extremos tan opuestos que nos volvemos obtusos y poco empáticos. Perdemos la noción de las necesidades, de la convivencia pacífica y de la posibilidad de crear redes sociales “reales”. Lo sencillo que puede ser compartir alimentos, pensamientos o labores se convierte en campos de batalla invisibles.
Leía estos días Eating to Extinction (“Comer hasta la extinción”), de Dan Saladino, que relata cómo el mundo debe salvar las comidas más raras y particulares, que desaparecen como consecuencia de guerras, evoluciones, migraciones y la modernización del campo, entre otros. El texto plantea la necesidad de encontrar un equilibrio entre lo que comíamos y lo que comemos, entendiendo cómo esto nos define como sociedad. Es una discusión interesante, porque de la mesa a la vida hay un bocado de distancia.
La extinción no es solo una película de terror sobre cambio climático; también es la vida diaria, donde matoneo, exclusión y estigmatización tocan la puerta en formas que hemos normalizado. Quizás la más dura, menos reconocida y más vergonzante sea otra pandemia silenciosa: las enfermedades mentales. Aunque muchos estamos en esas listas, el entorno social prefiere esconderlas y vivirlas desde la ignorancia y el silencio, antes que verbalizarlas y afrontarlas. Una polarización escabrosa entre lo que se considera normal y anormal, lo aceptado y lo negado, o lo que para muchos es un invento moderno.
En esta sociedad de extremos, necesitamos comenzar a encontrar puntos donde la cabeza y el cuerpo puedan normalizarse sanamente. Espacios donde “caber” no signifique encajar en lo que las masas consideran que deber ser. Donde sean menos necesarios los caciques y la sociedad sea mejor entendida. La diferencia no es caos: es un espacio donde podemos transformar el entorno, identificar cómo sumamos y reflexionar.
Ser crítico no nos hace detractores. Ser opción ante el ojo del vecino no implica ser militante. Ser diferente exige pensamiento crítico y espacio para lo que no cabe en nuestra propia visión. No podemos seguir descomponiéndonos como sociedad, aislando a personas que necesitan ser vistas, herramientas para la convivencia y entornos seguros para dejar de ser invisibles. Un ejemplo nefasto de esta realidad son los “comités de convivencia” que, desde edificios hasta colegios y oficinas, muchas veces prefieren llevar como bandera las voluntades de unos pocos que se creen en superioridad, antes de garantizar la dignidad humana.
Necesitamos empezar a escribir una historia donde pensar positivamente sea un dogma. Las diferencias ideológicas deben convertirse en caminos hacia el trabajo por el desarrollo, y no para la construcción de campos de batalla. La crítica debe ser una herramienta de cambio, no de persecución. Vivir sanamente es una obligación personal y colectiva, una particularidad que nos falta como sociedad para salir adelante.
Último hervor: Que nos agarre confesados el gasto del 2024, para que el aumento salarial y los posibles cambios económicos hagan rendir la platica durante 2025.