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Todo empezó con el fichaje de Neymar. En aquel agosto de 2017 se quebró un poco el fútbol, se marcó un antes y un después tras el cual se dispararon todas las cifras, se supervalorizaron todos los jugadores y explotó la brecha entre los clubes terrenales, con presupuestos humildes o limitados, y los clubes para los que el dinero, simplemente, no es un problema (hoy, un grupo selecto agrupado principalmente en la Premier). Desde entonces, cada mercado ha tenido algo de locura. Los precios son exorbitantes, las cifras resuenan, discordantes. Hay siempre algo de drama, de inverosimilitud, y lo que es más notorio, la mayoría del movimiento se concentra cada vez en menos equipos.
Por supuesto el responsable de aquella operación por Neymar fue el PSG, otro miembro del VIP, el club-juguete que en las últimas temporadas — sea por juego o por caja — se ha tomado las portadas del deporte. Aquel fue tal vez el segundo mayor golpe de mercado de este siglo, detrás, por supuesto, del consumado hace un mes: la contratación de Messi.
Raro lo de Messi. Inesperado, evidentemente, pero más que eso, casi inquietante. Un suceso surrealista, que simplemente ocurrió, sin explicar por qué ni cómo. Fue todo borroso. Demasiado rápido. Tan así, incluso, que quedaron muchas preguntas sin responderse. Fue desconcertante para aquellos que seguimos, ingenuos, los acontecimientos del fútbol como un gran espectáculo utópico, ideal. La película terminó muy pronto, sin acabar de darle resolución a todo.
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Quedaron incógnitas, expresiones perplejas, cientos de dudas. ¿Qué será del Kun Agüero, que se unió al Barça principalmente para cumplir su sueño de jugar con su amigo de toda la vida, y no lograron compartir ni un solo entrenamiento? ¿Qué pensará Neymar, quien salió del Barça, desesperado, precisamente para escapar la inevitable sombra de Messi y convertirse él en el faro de un club importante, para ahora recibir en París al mismo Lionel, que seguramente de nuevo le quitará algo de foco y protagonismo?
El mercado que tuvo el PSG es posiblemente el mejor que se recuerde. Con Donnarumma, el club parisino agregó a sus filas al que será el mejor portero del mundo en un par de años. Con Hakimi, caso similar— potencial monumental, se convertirá tarde o temprano en uno de los defensores top de Europa. Además adicionó la dinámica de Wijnaldum, que puede no tener tanta prensa, pero él mismo advertirá que haber portado la banda de capitán del Liverpool (y portar la de la selección holandesa) no es para cualquiera. Y encima Messi, sobre el que no queda mucho que decir. Un distinto Messi, acaso más rebelde, más mediático, ganador de Copa América y ahora en busca (con culpa o no) de un emocionante nuevo reto.
El secreto de este renovado equipo, sin embargo, podría estar en la llegada de Sergio Ramos. Es el líder emocional (espiritual, si se quiere) que el club hace tanto necesita. El problema del PSG — puntualmente, su eterna incapacidad de ganar la Champions, pues el torneo continental es su razón de ser — nunca ha pasado por falta de talento en la plantilla, o por la ineptitud de un entrenador u otro. A menudo ha sido una cuestión de mentalidad. Falta de carácter o jerarquía en momentos de máxima presión, poca concentración en partidos clave, baja intensidad cuando la pelota quema y el partido pide fuego. ¿Quién mejor que Sergio para poner orden, para arreglar la defensa con un grito, para motivar desde su temple dominante y agresivo, para infundir tesón y garra en el equipo con uno de sus saltos imperiales, cabezazos imponentes a la red?
Mirando los nombres, está claro que hoy por hoy no hay competencia para el PSG. Ni en la calidad de jugadores, ni en la profundidad de la plantilla, ni en el balance en todas sus filas. Ramos-Verrati-Messi-Neymar sería un cuarteto suficiente para arrasar con Europa. Por eso es fácil olvidar que por la izquierda pica Mbappé al vacío, que por derecha inventa Di María, que en el medio raspa Paredes y atrás, seguramente junto a Ramos, traba Marquinhos. Por si faltara algo, en el arco son Donnarumma y Keylor los que se pelean el puesto, ambos entre los cinco mejores porteros del momento.
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Y sin embargo… pues el fútbol no es un videojuego, acá no todo es lo que parece, en este deporte dos más dos no siempre es cuatro. Y sin embargo la convivencia, los egos en el camerino. Y sin embargo la realidad ineludible de que incluso los mejores jugadores no se traducen en un gran equipo. Por eso, si bien las portadas son para Messi y compañía, el que sufre en silencio es Pochettino, de pronto topado con el proyecto de su vida, a cargo de uno de los equipos más talentosos de los últimos 20 o 30 años. Un equipo, curiosamente, construido para entretener, pero obligado a ganarlo todo. La fórmula es tan simple como devastadora: cualquier cosa que no sea cuatro títulos esta temporada significará fracaso.
Emociona este PSG, dan ganas de verlo cada fin de semana (¿pues quién se va a perder la sinergia divina que generará la plenitud de Neymar junto con los últimos destellos de Messi? ¿Qué es el fútbol, si no eso?). Dan ganas de verlo en Champions, de verlo llegar lejos, de enfrentar al Chelsea, o al Bayern o al City (quizás los únicos realmente capaces de competir).
O tal vez… de verlo fracasar en el intento. Porque sin embargo el fútbol. Siempre presente, siempre inaudito, que toca la puerta cuando nadie lo espera. Que bien puede aparecer temprano o tarde, para recordarnos que la gloria no se compra, que este deporte aún no es de los ricos, que tal vez, solo tal vez, el camino al éxito no es tan fácil como el PSG lo pretende hacer ver.