La semana pasada el DANE reportó que el PIB del tercer trimestre cayó 0,3 %. Exceptuando tres trimestres durante la pandemia, habría que devolverse al siglo pasado para encontrar un decrecimiento de la actividad trimestral.
El presidente reaccionó en caliente al dato y esbozó su solución: cambiar la regla fiscal. En su lógica, ante la caída en la actividad lo que corresponde es que el Gobierno le dé un empujón con más gasto público, uno que la regla fiscal no permitiría. En el pasado declaraciones presidenciales como esta solían ser rebatidas o matizadas por el ministro de Hacienda. Por ejemplo, cuando el año pasado el presidente sugirió un control a los capitales, el entonces ministro Ocampo desmintió que estuvieran pensando en tal política. Pero en esta ocasión el ministro Bonilla apoyó también en caliente la tesis presidencial.
Tres comentarios: primero, en efecto tiene sentido que cuando hay faltantes en la demanda agregada de la economía esta reciba impulsos por parte del Gobierno. Pero el presupuesto del año entrante del Gobierno Nacional ya es tremendamente expansivo: relativo a la actividad total de la economía, será el más grande de la historia e involucra un déficit del Gobierno cercano a 5 % del PIB —eso, si se cumplen los supuestos optimistas en el frente de recaudo—.
Segundo: el propio presidente se ha quejado por la altísima cuenta que paga el Gobierno para honrar la deuda pública. Comparto la preocupación. Pero naturalmente proponer déficits fiscales mayores es una forma de alimentar esa deuda y engordar la cuenta futura por pagar. Si el Gobierno quiere reformar la regla fiscal, no debería proponer una que le permita gastar más sino una que reduzca el objetivo de deuda pública de largo plazo.
Tercero: los dos puntos anteriores están vinculados de otra manera sutil. El poder del gasto público para empujar la actividad económica está inversamente relacionado con el tamaño mismo de la deuda pública. En países muy endeudados un incremento en el gasto público puede tener efectos incluso negativos sobre el PIB. La razón es que las dudas de los mercados financieros sobre la sostenibilidad de la deuda pública pueden incrementar las tasas de interés lo suficiente como para dejar la actividad peor que antes del esfuerzo por ayudarla.
Los ministros de Hacienda están para ponerles coto a sus deseos de gastar del Congreso y del propio presidente. La institucionalidad —léase, la regla fiscal— es su aliada en esa batalla, la que balancea los afanes de corto plazo de cada gobierno con la sostenibilidad de las cuentas públicas que a todos los ciudadanos nos conviene. Que este presidente quiera gastar más y quitar las amarras institucionales que se lo dificultan no sorprende. Pero resulta insólito que el ministro de Hacienda haya desenvainado la espada contra su aliada. Y qué miedo debería darle al presidente notar que sus ministros son un comité de aplausos.
Twitter: @mahofste
La semana pasada el DANE reportó que el PIB del tercer trimestre cayó 0,3 %. Exceptuando tres trimestres durante la pandemia, habría que devolverse al siglo pasado para encontrar un decrecimiento de la actividad trimestral.
El presidente reaccionó en caliente al dato y esbozó su solución: cambiar la regla fiscal. En su lógica, ante la caída en la actividad lo que corresponde es que el Gobierno le dé un empujón con más gasto público, uno que la regla fiscal no permitiría. En el pasado declaraciones presidenciales como esta solían ser rebatidas o matizadas por el ministro de Hacienda. Por ejemplo, cuando el año pasado el presidente sugirió un control a los capitales, el entonces ministro Ocampo desmintió que estuvieran pensando en tal política. Pero en esta ocasión el ministro Bonilla apoyó también en caliente la tesis presidencial.
Tres comentarios: primero, en efecto tiene sentido que cuando hay faltantes en la demanda agregada de la economía esta reciba impulsos por parte del Gobierno. Pero el presupuesto del año entrante del Gobierno Nacional ya es tremendamente expansivo: relativo a la actividad total de la economía, será el más grande de la historia e involucra un déficit del Gobierno cercano a 5 % del PIB —eso, si se cumplen los supuestos optimistas en el frente de recaudo—.
Segundo: el propio presidente se ha quejado por la altísima cuenta que paga el Gobierno para honrar la deuda pública. Comparto la preocupación. Pero naturalmente proponer déficits fiscales mayores es una forma de alimentar esa deuda y engordar la cuenta futura por pagar. Si el Gobierno quiere reformar la regla fiscal, no debería proponer una que le permita gastar más sino una que reduzca el objetivo de deuda pública de largo plazo.
Tercero: los dos puntos anteriores están vinculados de otra manera sutil. El poder del gasto público para empujar la actividad económica está inversamente relacionado con el tamaño mismo de la deuda pública. En países muy endeudados un incremento en el gasto público puede tener efectos incluso negativos sobre el PIB. La razón es que las dudas de los mercados financieros sobre la sostenibilidad de la deuda pública pueden incrementar las tasas de interés lo suficiente como para dejar la actividad peor que antes del esfuerzo por ayudarla.
Los ministros de Hacienda están para ponerles coto a sus deseos de gastar del Congreso y del propio presidente. La institucionalidad —léase, la regla fiscal— es su aliada en esa batalla, la que balancea los afanes de corto plazo de cada gobierno con la sostenibilidad de las cuentas públicas que a todos los ciudadanos nos conviene. Que este presidente quiera gastar más y quitar las amarras institucionales que se lo dificultan no sorprende. Pero resulta insólito que el ministro de Hacienda haya desenvainado la espada contra su aliada. Y qué miedo debería darle al presidente notar que sus ministros son un comité de aplausos.
Twitter: @mahofste