A mediados de 2019, en este mismo espacio, celebré que Colombia había alcanzado dos décadas ininterrumpidas con la inflación en un dígito. La racha no se ha detenido y parece haber consenso en que este año ese logro se mantendrá: por ejemplo, la última encuesta de analistas que hace cada mes el Banco de la República indica que la mayoría de estos estima que tendremos una inflación por debajo de 5% a final de año. El más pesimista cree que repetiremos el resultado de 2021, es decir, una inflación de 5.6%.
Hay, sin embargo, varias fuerzas que conspiran en contra de esos buenos augurios. En primer lugar, el dato de inflación del año pasado tiene tras bambalinas un incremento en los precios de los alimentos que superó el 17 %. Hay que devolverse al siglo pasado para encontrar un aumento de ese calibre. Cito el de alimentos porque es un termómetro sobre cuánto percibe la población que subió su canasta de consumo: una cosa es el cálculo del DANE hecho con rigor estadístico, otra muy distinta es la percepción. Esa percepción es relevante porque puede marcar la disponibilidad a ajustar o encontrar razonables futuros ajustes de otros precios de la economía y determina las expectativas de inflación de hogares y empresas.
En segundo lugar, el ajuste de dos dígitos en el salario mínimo. Las presiones de los altos ajustes salariales encontrarán, en parte, una válvula de escape en los precios de los bienes y servicios, especialmente en los sectores con alta dependencia de capital humano.
En tercer lugar, las presiones inflacionarias externas se acentuarán. Así lo anticipa el FMI en sus últimas proyecciones publicadas esta semana. Esos incrementos en los precios externos también alimentarán la carestía local.
En cuarto lugar, los altos precios del petróleo podrían cimentarse a lo largo del año, incrementando la presión para que eventualmente se trasladen a los precios de los combustibles locales. Por ahora el Gobierno ha venido aplazando la sincerada de los precios de estos en el mercado local a un enorme costo fiscal. Ese pulso será difícil de sostener.
En quinto lugar, la política monetaria local que empezó a apretarse a finales de 2021, sigue teniendo una postura laxa con tasas de interés que han subido menos que la propia inflación. Por más que el Banco acelere la persecución, los efectos de ese esfuerzo no se verán en los registros inflacionarios de los próximos meses. Y, finalmente, los problemas de abastecimiento y logística en el comercio internacional que empujaron la inflación global en 2021, continuarán presentes este año.
Con toda esa artillería dispuesta, no es descabellado estimar que durante el año se acabe el invicto de la inflación de un dígito que hemos mantenido todo el siglo. Ojalá sea yo el equivocado y no el consenso de marras. En cualquier caso, la inflación hará parte del debate público de los próximos meses y habrá que estar atento a las propuestas de los candidatos: hay pocos terrenos tan fértiles para las malas ideas como ese.
Twitter: @mahofste
A mediados de 2019, en este mismo espacio, celebré que Colombia había alcanzado dos décadas ininterrumpidas con la inflación en un dígito. La racha no se ha detenido y parece haber consenso en que este año ese logro se mantendrá: por ejemplo, la última encuesta de analistas que hace cada mes el Banco de la República indica que la mayoría de estos estima que tendremos una inflación por debajo de 5% a final de año. El más pesimista cree que repetiremos el resultado de 2021, es decir, una inflación de 5.6%.
Hay, sin embargo, varias fuerzas que conspiran en contra de esos buenos augurios. En primer lugar, el dato de inflación del año pasado tiene tras bambalinas un incremento en los precios de los alimentos que superó el 17 %. Hay que devolverse al siglo pasado para encontrar un aumento de ese calibre. Cito el de alimentos porque es un termómetro sobre cuánto percibe la población que subió su canasta de consumo: una cosa es el cálculo del DANE hecho con rigor estadístico, otra muy distinta es la percepción. Esa percepción es relevante porque puede marcar la disponibilidad a ajustar o encontrar razonables futuros ajustes de otros precios de la economía y determina las expectativas de inflación de hogares y empresas.
En segundo lugar, el ajuste de dos dígitos en el salario mínimo. Las presiones de los altos ajustes salariales encontrarán, en parte, una válvula de escape en los precios de los bienes y servicios, especialmente en los sectores con alta dependencia de capital humano.
En tercer lugar, las presiones inflacionarias externas se acentuarán. Así lo anticipa el FMI en sus últimas proyecciones publicadas esta semana. Esos incrementos en los precios externos también alimentarán la carestía local.
En cuarto lugar, los altos precios del petróleo podrían cimentarse a lo largo del año, incrementando la presión para que eventualmente se trasladen a los precios de los combustibles locales. Por ahora el Gobierno ha venido aplazando la sincerada de los precios de estos en el mercado local a un enorme costo fiscal. Ese pulso será difícil de sostener.
En quinto lugar, la política monetaria local que empezó a apretarse a finales de 2021, sigue teniendo una postura laxa con tasas de interés que han subido menos que la propia inflación. Por más que el Banco acelere la persecución, los efectos de ese esfuerzo no se verán en los registros inflacionarios de los próximos meses. Y, finalmente, los problemas de abastecimiento y logística en el comercio internacional que empujaron la inflación global en 2021, continuarán presentes este año.
Con toda esa artillería dispuesta, no es descabellado estimar que durante el año se acabe el invicto de la inflación de un dígito que hemos mantenido todo el siglo. Ojalá sea yo el equivocado y no el consenso de marras. En cualquier caso, la inflación hará parte del debate público de los próximos meses y habrá que estar atento a las propuestas de los candidatos: hay pocos terrenos tan fértiles para las malas ideas como ese.
Twitter: @mahofste