Reglas fiscales hay en muchos países del mundo. Pretenden asegurar que los afanes de corto plazo de los gobiernos sean coherentes con los recursos que esa sociedad acordó pagar para financiar las tareas que le asignó. Su implementación les ha permitido a esos países menores costos de financiamiento y espacios más holgados de reacción del gasto público cuando las cosas van mal. En el caso colombiano, las reglas fiscales están de nuevo en el centro del debate político ante la propuesta del gobierno de modificar la que tenemos para poder gastar más.
La primera regla fiscal colombiana data de 2011. Esa limitó el tamaño del déficit del gobierno permitiendo en todo caso inflarlo si corrieran tiempos que lo ameritaran. La regla siempre se cumplió, pero paradójicamente la deuda del gobierno relativa al PIB subió sin pausa. Parte de la razón tiene que ver con los supuestos optimistas con los que se calculó el déficit permitido y parte con la contabilidad creativa—algunos egresos del gobierno inflaron la deuda sin que dejaran huella en el déficit.
Con la llegada de la pandemia, la regla—como en muchas partes del mundo—se suspendió para poder atender la emergencia sanitaria. Superada la pandemia gobierno y Congreso aprobaron una nueva. Habiendo aprendido que mientras operamos bajo la anterior regla la deuda pública subió sin pausa, apostaron por una regla que impidiera eso. La nueva regla entonces puso los límites del gasto público para que la deuda no creciera, que fluctuara alrededor de un nivel.
Si bien esa aproximación tiene la virtud de impedir que la deuda se aleje de ese número,en el caso colombiano cometimos un error: el nivel de deuda escogido es muy alto, 55 % del PIB. Una manera de cuantificar qué significa eso: en la década que precedió a la pandemia, la deuda promedio fue de 39 % del PIB. Si hoy quisiéramos que la deuda se aproximara a esa cifra, habría que reducir la deuda en 270 billones de pesos, el equivalente a 10 líneas de metro como la primera de Bogotá.
Esa laxa regla es la que quiere modificar el gobierno. Sus pretensiones no pasan por reducir ese umbral de 55 %: quiere mantenerlo, pero abriendo la puerta a prácticas de contabilidad creativa, como las que minaron la regla vieja. En este caso, la pretensión es que se puedan excluir de ese 55 % los gastos del gobierno destinados a fines “verdes”.
Esta es una muy mala idea. Abrirle un boquete a través del cual nos podamos endeudar sin límite si el propósito del gasto es verde, desvirtúa el propósito mismo de la regla y sus beneficios. El país sin duda debe apostarles a inversiones verdes, sin duda debe utilizar esa taxonomía para conseguir financiamientos más baratos, pero también sin duda tendrá que pagar las deudas sin importar su color. Si un gobierno quiere más recursos con destinos verdes deberá recortar otros gastos o convencernos de que vale la pena pagar más impuestos.
X: @mahofste
Reglas fiscales hay en muchos países del mundo. Pretenden asegurar que los afanes de corto plazo de los gobiernos sean coherentes con los recursos que esa sociedad acordó pagar para financiar las tareas que le asignó. Su implementación les ha permitido a esos países menores costos de financiamiento y espacios más holgados de reacción del gasto público cuando las cosas van mal. En el caso colombiano, las reglas fiscales están de nuevo en el centro del debate político ante la propuesta del gobierno de modificar la que tenemos para poder gastar más.
La primera regla fiscal colombiana data de 2011. Esa limitó el tamaño del déficit del gobierno permitiendo en todo caso inflarlo si corrieran tiempos que lo ameritaran. La regla siempre se cumplió, pero paradójicamente la deuda del gobierno relativa al PIB subió sin pausa. Parte de la razón tiene que ver con los supuestos optimistas con los que se calculó el déficit permitido y parte con la contabilidad creativa—algunos egresos del gobierno inflaron la deuda sin que dejaran huella en el déficit.
Con la llegada de la pandemia, la regla—como en muchas partes del mundo—se suspendió para poder atender la emergencia sanitaria. Superada la pandemia gobierno y Congreso aprobaron una nueva. Habiendo aprendido que mientras operamos bajo la anterior regla la deuda pública subió sin pausa, apostaron por una regla que impidiera eso. La nueva regla entonces puso los límites del gasto público para que la deuda no creciera, que fluctuara alrededor de un nivel.
Si bien esa aproximación tiene la virtud de impedir que la deuda se aleje de ese número,en el caso colombiano cometimos un error: el nivel de deuda escogido es muy alto, 55 % del PIB. Una manera de cuantificar qué significa eso: en la década que precedió a la pandemia, la deuda promedio fue de 39 % del PIB. Si hoy quisiéramos que la deuda se aproximara a esa cifra, habría que reducir la deuda en 270 billones de pesos, el equivalente a 10 líneas de metro como la primera de Bogotá.
Esa laxa regla es la que quiere modificar el gobierno. Sus pretensiones no pasan por reducir ese umbral de 55 %: quiere mantenerlo, pero abriendo la puerta a prácticas de contabilidad creativa, como las que minaron la regla vieja. En este caso, la pretensión es que se puedan excluir de ese 55 % los gastos del gobierno destinados a fines “verdes”.
Esta es una muy mala idea. Abrirle un boquete a través del cual nos podamos endeudar sin límite si el propósito del gasto es verde, desvirtúa el propósito mismo de la regla y sus beneficios. El país sin duda debe apostarles a inversiones verdes, sin duda debe utilizar esa taxonomía para conseguir financiamientos más baratos, pero también sin duda tendrá que pagar las deudas sin importar su color. Si un gobierno quiere más recursos con destinos verdes deberá recortar otros gastos o convencernos de que vale la pena pagar más impuestos.
X: @mahofste