Los titulares se los ha llevado la reforma a la salud. No era la más importante, los ajustes que el sistema demandaba no requerían rediseñarlo de ceros como pretendió el gobierno. El salto al vacío terminó con la salida del gobierno de buena parte del gabinete y rompió la coalición parlamentaria. El juego del todo o nada por el que apostó el gobierno lo está ganando el segundo.
Por detrás viene la reforma pensional. Algunas voces se han apuntado a un coro creciente que grita que hay que detener todas las reformas que vengan de este gobierno. Todas. Ponen en la misma bolsa el despropósito de la reforma de la salud y la pensional. Pero lo cierto es que no van en el mismo saco. Para comenzar, porque el sistema pensional funciona de manera fatal, cosa que no era cierta con el de salud. El primero solo pensiona a la cuarta parte de la población, le puede dar pensiones muy distintas a dos personas con trayectorias de cotización similares, el sistema público premia a aquellos con ingresos altos con mesadas que superan con creces las que se podrían pagar con sus propios aportes, el Estado se gasta casi cuatro puntos del PIB para atender a ese cuartil más rico, etc.
La reforma corrige varios de los problemas del sistema y con algunas modificaciones que no son triviales nos podrían dejar con una protección para la vejez mejor. ¿Qué modificaciones? El principal problema de la reforma es que no es fiscalmente razonable: nos costaría de aquí al 2100 el equivalente a 36 líneas de metro (como las planeadas en Bogotá) adicionales. ¿Cómo mantener los objetivos de la reforma, pero ajustados al bolsillo que tenemos?
La propuesta del gobierno apunta a que los ingresos de cada cotizante por debajo de tres salarios mínimos irían a Colpensiones y por encima de ese umbral a los fondos privados. Ese cambio aumenta en el neto el costo del sistema público porque seguiría habiendo subsidios a esos pensionados y ahora estarían todos a cargo de Colpensiones. Ese costo se mitigaría reduciendo el umbral a la mitad del propuesto.
En segundo lugar, la reforma debería subir la edad de pensión. En adición a que de entrada establecimos edades de pensión muy bajas, la esperanza de vida al nacer era de 69 años cuando aprobamos hace 30 años los fundamentos del sistema actual, ahora es de 77 y dentro de 30 años más habrá subido a 83. Es imposible mantener la estabilidad financiera con los mismos años de cotización y que alcancen para 14 años más de pensiones. En tercer lugar, en el sistema público debemos ajustar las pensiones a una proporción de todo el historial individual de cotizaciones, no solo a los últimos 10 años.
Con esos tres ajustes la reforma es fiscalmente posible y lograría el objetivo de mejorar las condiciones de retiro del 75% de los adultos mayores, los económicamente menos privilegiados del país. Sería un despropósito que el gobierno y el Congreso sacrifiquen la posibilidad de un mejor sistema para esas tres cuartas partes excluidas hasta ahora para defender los privilegios del cuartil más rico.
Los titulares se los ha llevado la reforma a la salud. No era la más importante, los ajustes que el sistema demandaba no requerían rediseñarlo de ceros como pretendió el gobierno. El salto al vacío terminó con la salida del gobierno de buena parte del gabinete y rompió la coalición parlamentaria. El juego del todo o nada por el que apostó el gobierno lo está ganando el segundo.
Por detrás viene la reforma pensional. Algunas voces se han apuntado a un coro creciente que grita que hay que detener todas las reformas que vengan de este gobierno. Todas. Ponen en la misma bolsa el despropósito de la reforma de la salud y la pensional. Pero lo cierto es que no van en el mismo saco. Para comenzar, porque el sistema pensional funciona de manera fatal, cosa que no era cierta con el de salud. El primero solo pensiona a la cuarta parte de la población, le puede dar pensiones muy distintas a dos personas con trayectorias de cotización similares, el sistema público premia a aquellos con ingresos altos con mesadas que superan con creces las que se podrían pagar con sus propios aportes, el Estado se gasta casi cuatro puntos del PIB para atender a ese cuartil más rico, etc.
La reforma corrige varios de los problemas del sistema y con algunas modificaciones que no son triviales nos podrían dejar con una protección para la vejez mejor. ¿Qué modificaciones? El principal problema de la reforma es que no es fiscalmente razonable: nos costaría de aquí al 2100 el equivalente a 36 líneas de metro (como las planeadas en Bogotá) adicionales. ¿Cómo mantener los objetivos de la reforma, pero ajustados al bolsillo que tenemos?
La propuesta del gobierno apunta a que los ingresos de cada cotizante por debajo de tres salarios mínimos irían a Colpensiones y por encima de ese umbral a los fondos privados. Ese cambio aumenta en el neto el costo del sistema público porque seguiría habiendo subsidios a esos pensionados y ahora estarían todos a cargo de Colpensiones. Ese costo se mitigaría reduciendo el umbral a la mitad del propuesto.
En segundo lugar, la reforma debería subir la edad de pensión. En adición a que de entrada establecimos edades de pensión muy bajas, la esperanza de vida al nacer era de 69 años cuando aprobamos hace 30 años los fundamentos del sistema actual, ahora es de 77 y dentro de 30 años más habrá subido a 83. Es imposible mantener la estabilidad financiera con los mismos años de cotización y que alcancen para 14 años más de pensiones. En tercer lugar, en el sistema público debemos ajustar las pensiones a una proporción de todo el historial individual de cotizaciones, no solo a los últimos 10 años.
Con esos tres ajustes la reforma es fiscalmente posible y lograría el objetivo de mejorar las condiciones de retiro del 75% de los adultos mayores, los económicamente menos privilegiados del país. Sería un despropósito que el gobierno y el Congreso sacrifiquen la posibilidad de un mejor sistema para esas tres cuartas partes excluidas hasta ahora para defender los privilegios del cuartil más rico.