El presidente Duque ha defendido la reacción de su gobierno a la crisis desatada por la pandemia del COVID-19 argumentando que sus decisiones “han estado amparadas en el rigor de la ciencia y no en la demagogia o el populismo”. Ese es un argumento de autoridad: como lo dice “la ciencia”, todo lo que no coincida con esa postura es demagogia.
Es cierto que hay verdades científicas contra las que no caben recursos ni opiniones. La ciencia, por ejemplo, puede predecir con asombrosa exactitud en qué lugar de la Luna aterrizará un proyectil enviado desde la Tierra. Un presidente que quiera enviar ese proyectil a nuestro satélite puede esgrimir la carta científica para explicar sus decisiones.
Si bien es imprescindible el apoyo científico en la toma de decisiones gubernamentales, hay al menos dos razones por las que eso no es suficiente y que no le permiten al gobernante alegar que lo que ha hecho era “lo científico”.
El primer problema es que la comunidad científica tiene debates. Podrá haber una verdad absoluta sobre el lugar de impacto de un proyectil que planeamos disparar. Pero en muchas ciencias hay disensos, controversias y desacuerdos. Entre los epidemiólogos, economistas, historiadores, sociólogos, científicos de la salud, etc. puede haber desencuentros de fondo, interpretaciones y sugerencias de políticas de calibre diverso. Baste recordar, por ejemplo, que hace pocos meses una escuela de epidemiólogos anticipaba decenas de millones de muertos por COVID-19 en el mundo. Esa “verdad científica”, por fortuna, resultó falaz.
Y, de otro lado, en política pública con frecuencia las acciones que toma un gobierno tienen efectos colaterales, positivos y negativos, que pisarán terrenos de áreas científicas que trascienden los de la ciencia que empujó la recomendación. Por ejemplo, un epidemiólogo puede recomendar, con el foco puesto en la pandemia, un confinamiento estricto de tres meses. Con la visión puesta en los contagios prevé que eso matará el virus. Lo primero que debería hacer el gobernante es valorar la opinión (¡científica!) de otras escuelas epidemiológicas que quizá disientan de la valoración inicial. Pero además habría que preguntarles a otras ciencias por los efectos colaterales de la recomendación. ¿Qué pasará con los hogares que no pueden teletrabajar? ¿Y la educación de los niños? ¿Y la violencia intrafamiliar? ¿Los ingresos de los hogares? ¿El recaudo? ¿Los derechos civiles? ¿Las libertades individuales? ¿La salud mental? ¿La medicina preventiva? ¿El aparato productivo? ¿El crimen organizado? ¿El sector financiero? ¿Y el medioambiente? ¿Los migrantes?
En la valoración integral de los efectos deseados y los colaterales de la política pública, sin caer en el cinismo de desconocer “argumentos científicos”, hay valoraciones éticas y políticas inescapables. Sería demagógico no reconocerlo. Sería gravísimo creer que la ciencia nos permite evadir esas preguntas de fondo.
Twitter: @mahofste
El presidente Duque ha defendido la reacción de su gobierno a la crisis desatada por la pandemia del COVID-19 argumentando que sus decisiones “han estado amparadas en el rigor de la ciencia y no en la demagogia o el populismo”. Ese es un argumento de autoridad: como lo dice “la ciencia”, todo lo que no coincida con esa postura es demagogia.
Es cierto que hay verdades científicas contra las que no caben recursos ni opiniones. La ciencia, por ejemplo, puede predecir con asombrosa exactitud en qué lugar de la Luna aterrizará un proyectil enviado desde la Tierra. Un presidente que quiera enviar ese proyectil a nuestro satélite puede esgrimir la carta científica para explicar sus decisiones.
Si bien es imprescindible el apoyo científico en la toma de decisiones gubernamentales, hay al menos dos razones por las que eso no es suficiente y que no le permiten al gobernante alegar que lo que ha hecho era “lo científico”.
El primer problema es que la comunidad científica tiene debates. Podrá haber una verdad absoluta sobre el lugar de impacto de un proyectil que planeamos disparar. Pero en muchas ciencias hay disensos, controversias y desacuerdos. Entre los epidemiólogos, economistas, historiadores, sociólogos, científicos de la salud, etc. puede haber desencuentros de fondo, interpretaciones y sugerencias de políticas de calibre diverso. Baste recordar, por ejemplo, que hace pocos meses una escuela de epidemiólogos anticipaba decenas de millones de muertos por COVID-19 en el mundo. Esa “verdad científica”, por fortuna, resultó falaz.
Y, de otro lado, en política pública con frecuencia las acciones que toma un gobierno tienen efectos colaterales, positivos y negativos, que pisarán terrenos de áreas científicas que trascienden los de la ciencia que empujó la recomendación. Por ejemplo, un epidemiólogo puede recomendar, con el foco puesto en la pandemia, un confinamiento estricto de tres meses. Con la visión puesta en los contagios prevé que eso matará el virus. Lo primero que debería hacer el gobernante es valorar la opinión (¡científica!) de otras escuelas epidemiológicas que quizá disientan de la valoración inicial. Pero además habría que preguntarles a otras ciencias por los efectos colaterales de la recomendación. ¿Qué pasará con los hogares que no pueden teletrabajar? ¿Y la educación de los niños? ¿Y la violencia intrafamiliar? ¿Los ingresos de los hogares? ¿El recaudo? ¿Los derechos civiles? ¿Las libertades individuales? ¿La salud mental? ¿La medicina preventiva? ¿El aparato productivo? ¿El crimen organizado? ¿El sector financiero? ¿Y el medioambiente? ¿Los migrantes?
En la valoración integral de los efectos deseados y los colaterales de la política pública, sin caer en el cinismo de desconocer “argumentos científicos”, hay valoraciones éticas y políticas inescapables. Sería demagógico no reconocerlo. Sería gravísimo creer que la ciencia nos permite evadir esas preguntas de fondo.
Twitter: @mahofste