El Gobierno destapó las cartas de su tercera reforma tributaria. Su liderazgo estuvo ausente. No se enfocó en empujar los cambios que creyera más apropiados para el país, ni en convencer a la sociedad de la bondad de sus ideas, ni la de plasmar una visión sobre el tamaño y papel que debe tener el Estado. Su rol se limitó, fruto de su debilidad presente, a indagar cuál reforma tendría posibilidad de ser aprobada por el Congreso. La gran paradoja es que la que cumple con ese requisito es la que echa para atrás buena parte de los cambios grandes al estatuto que el propio Gobierno, en épocas de mayor popularidad y en la que todavía defendía su visión de país, había introducido.
De cara a estabilizar las finanzas públicas, la propuesta es claramente insuficiente. Los cálculos que había hecho Hacienda hace unos meses sugerían que se requerían cerca de $14 billones anuales de manera permanente, netos de las disposiciones de gastos adicionales que la propia reforma estableciera. En la nueva propuesta los dos ítems de carácter permanente que incrementan el recaudo son un aumento en la tarifa de impuestos a las utilidades empresariales que saltará de 30 a 35%, y reducir la posibilidad de descontar el ICA de ese impuesto. Esas fuentes no llegan a $11 billones. Como siempre, hay una promesa de incrementar la eficiencia de la DIAN y también un plan de austeridad que afectaría sobre todo al próximo Gobierno. Allí, dada la debilidad del Ejecutivo, no habrá ningún cambio de fondo.
La reforma vendrá con mucho más gasto: recursos para extender por otro año el programa de transferencias inaugurado con motivo de la pandemia, seis meses más de subsidios al empleo formal, programas de empleo para jóvenes donde parte de su remuneración recaería en manos del Estado y recursos para la educación superior. Varias de esas disposiciones terminarán siendo permanentes: no luce probable que el año entrante desmontemos el programa de ingreso solidario o que las matrículas gratuitas en la educación pública sean transitorias. Con esta reforma el problema fiscal no quedará en absoluto resuelto.
La reforma nos dejará con un coctel complejo de resolver hacia delante: es insuficiente para recuperar la estabilidad fiscal, deja un sector empresarial pagando la que es de lejos la tarifa corporativa más alta de la OCDE y que lo llevará a tratar de labrarse más excepciones a las reglas para poder competir, les pone otro sello a unas narrativas, según las cuales solo unos pocos millonarios deberían pagar impuestos personales, los impuestos a las empresas son plata que cae del cielo sin efectos colaterales, las pensiones deben estar exentas, no es grave esconder la plata afuera porque en cada reforma hay una amnistía y es inmoral cobrar IVA por bajo que sea a productos de la canasta familiar. Hará falta una gran dosis de liderazgo del nuevo gobierno para enderezar la narrativa. Y las cuentas.
Twitter: @mahofste
El Gobierno destapó las cartas de su tercera reforma tributaria. Su liderazgo estuvo ausente. No se enfocó en empujar los cambios que creyera más apropiados para el país, ni en convencer a la sociedad de la bondad de sus ideas, ni la de plasmar una visión sobre el tamaño y papel que debe tener el Estado. Su rol se limitó, fruto de su debilidad presente, a indagar cuál reforma tendría posibilidad de ser aprobada por el Congreso. La gran paradoja es que la que cumple con ese requisito es la que echa para atrás buena parte de los cambios grandes al estatuto que el propio Gobierno, en épocas de mayor popularidad y en la que todavía defendía su visión de país, había introducido.
De cara a estabilizar las finanzas públicas, la propuesta es claramente insuficiente. Los cálculos que había hecho Hacienda hace unos meses sugerían que se requerían cerca de $14 billones anuales de manera permanente, netos de las disposiciones de gastos adicionales que la propia reforma estableciera. En la nueva propuesta los dos ítems de carácter permanente que incrementan el recaudo son un aumento en la tarifa de impuestos a las utilidades empresariales que saltará de 30 a 35%, y reducir la posibilidad de descontar el ICA de ese impuesto. Esas fuentes no llegan a $11 billones. Como siempre, hay una promesa de incrementar la eficiencia de la DIAN y también un plan de austeridad que afectaría sobre todo al próximo Gobierno. Allí, dada la debilidad del Ejecutivo, no habrá ningún cambio de fondo.
La reforma vendrá con mucho más gasto: recursos para extender por otro año el programa de transferencias inaugurado con motivo de la pandemia, seis meses más de subsidios al empleo formal, programas de empleo para jóvenes donde parte de su remuneración recaería en manos del Estado y recursos para la educación superior. Varias de esas disposiciones terminarán siendo permanentes: no luce probable que el año entrante desmontemos el programa de ingreso solidario o que las matrículas gratuitas en la educación pública sean transitorias. Con esta reforma el problema fiscal no quedará en absoluto resuelto.
La reforma nos dejará con un coctel complejo de resolver hacia delante: es insuficiente para recuperar la estabilidad fiscal, deja un sector empresarial pagando la que es de lejos la tarifa corporativa más alta de la OCDE y que lo llevará a tratar de labrarse más excepciones a las reglas para poder competir, les pone otro sello a unas narrativas, según las cuales solo unos pocos millonarios deberían pagar impuestos personales, los impuestos a las empresas son plata que cae del cielo sin efectos colaterales, las pensiones deben estar exentas, no es grave esconder la plata afuera porque en cada reforma hay una amnistía y es inmoral cobrar IVA por bajo que sea a productos de la canasta familiar. Hará falta una gran dosis de liderazgo del nuevo gobierno para enderezar la narrativa. Y las cuentas.
Twitter: @mahofste