Si una persona analista crítica de los años 60 tuviera la posibilidad de reencarnarse en esta época, quedaría desconcertada. Lo primero que buscaría entender sería si se mantenían los determinantes sociales y políticos de su época, y cuáles habría que reinterpretar. Haría un análisis de época. Tendría que entender por qué se había derrumbado desde adentro el entonces llamado campo socialista, por qué su deformación burocrática, y por qué quienes aprovecharon su caída, los globalistas neoliberales, perdían el gobierno en los principales países capitalistas, y en lugar del proteccionismo progresista de Keynes surgía un proteccionismo nacionalista de extrema derecha autoritario y con visos neofascistas.
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Si una persona analista crítica de los años 60 tuviera la posibilidad de reencarnarse en esta época, quedaría desconcertada. Lo primero que buscaría entender sería si se mantenían los determinantes sociales y políticos de su época, y cuáles habría que reinterpretar. Haría un análisis de época. Tendría que entender por qué se había derrumbado desde adentro el entonces llamado campo socialista, por qué su deformación burocrática, y por qué quienes aprovecharon su caída, los globalistas neoliberales, perdían el gobierno en los principales países capitalistas, y en lugar del proteccionismo progresista de Keynes surgía un proteccionismo nacionalista de extrema derecha autoritario y con visos neofascistas.
También analizaría con curiosidad para qué estaba sirviendo el entonces democrático equilibrio de los tres poderes, sobre todo cuando –como gran novedad– el ejecutivo era ganado electoralmente por un gobierno progresista y de izquierda, y qué pasaba cuando esa izquierda progresista lograba conquistar los tres poderes históricamente controlados por las clases dominantes del mercado. Vería que si ganaba solo el gobierno –como pasó y pasa en la mayoría de países de América Latina–, de inmediato tendría a los otros dos poderes en contra frenando sus intenciones de cambios. Y que, si ganaba dos o tres de ellos, de inmediato le caía un bloqueo económico o una invasión confirmándole que había sido equivocado –o muy interesado– el pensar y actuar separando la economía de la política. Observaría que mientras algunos de estos gobiernos resistían buscando apoyo popular, otros tendían a refugiarse en adaptación al modelo tradicional y no faltaba el que lo hiciera con resistencias de visos neoestalinistas alejadas de sus pueblos. Y así lograba comprender lo que le había escuchado al presidente colombiano: “con bloqueo no puede haber democracia” (electoral delegataria).
Podría observar que quienes se oponían al poder hegemónico económico y financiero, que antes llamaban imperialismo, eran un grupo de países de opuestas ideologías pero con intenciones de dejar de depender de la hegemonía del dólar. Y se sorprendería cuando le informaran que algo parecido había intentado hacer la Europa Unificada con su euro y terminó derrotada. Escucharía con ingenua alegría en las noticias que la ONU había votado casi unánimemente por levantar el bloqueo a Cuba –que en su época se sustentaba en que era una revolución comunista que se comía niños– pero al ver el genocidio en Gaza se desordenaría su esquema del nuevo orden mundial que estaba tratando de comprender.
Si esta persona fuese colombiana, encontraría muchas continuidades y también novedosas rupturas. Se asombraría por el regreso de una ultraderecha apoyada en las economías ilegales, con una izquierda que llega al gobierno por primera vez fraccionada en múltiples estructuras electorales muy distintas de su ideal de un partido unificado, y se confundiría con la cantidad de nuevas sujetas y sujetos –tendría que aprender el español incluyente– sociopolíticos y ambientales que cuestionan al sistema. Comprendería que vive una época de transición con un objetivo final no muy definido, donde la disputa en los territorios –concepto que tuvo que aprender– es prioritaria, que los que creía eran campesinos resultaron los habitantes originarios, que los esclavizados tenían una lideresa vicepresidenta, que la paz se había firmado pero no la dejaban implementar, y que la soberanía nacional estaba subordinada a un mercado mundial financiarizado que buscaba flotar por encima de los países. Finalmente, y a propósito de la Inteligencia Artificial, preguntaría por la construcción de conciencia, por el hombre nuevo –le costaría aún incluir a la mujer– que proponía el Che Guevara y recibiría miradas piadosas de lado y lado. Se reconocería, entonces, como acontista, recordando aquella bella poesía de León de Greiff, otro olvidado. “Nada más y nada menos”.