El ejercicio de la democracia participativa directa toma un sentido de cambio cuando se le considera como medio y fin en la construcción de sujetos transformadores. Un parroquiano observa pasivamente los problemas de la realidad, para luego afirmar: “Yo sabía que esto iba a pasar”. Pero aquellos parroquianos que al observarlos tratan de hacer algo para cambiarla, como es dialogar con sus vecinos y organizarse, van gradualmente construyendo su ciudadanía crítica. En ese proceso elaboran propuestas alternativas que los van convirtiendo en sujetos conscientes, individuales y colectivos, que, con la formación necesaria para sustentar sus demandas, pasan a actuar como sujetos sociales de derechos. Esa es la principal función de la democracia participativa, cuya relación de jerarquías con la representativa electoral depende de los contextos y acumulados históricos de cada proceso.
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El ejercicio de la democracia participativa directa toma un sentido de cambio cuando se le considera como medio y fin en la construcción de sujetos transformadores. Un parroquiano observa pasivamente los problemas de la realidad, para luego afirmar: “Yo sabía que esto iba a pasar”. Pero aquellos parroquianos que al observarlos tratan de hacer algo para cambiarla, como es dialogar con sus vecinos y organizarse, van gradualmente construyendo su ciudadanía crítica. En ese proceso elaboran propuestas alternativas que los van convirtiendo en sujetos conscientes, individuales y colectivos, que, con la formación necesaria para sustentar sus demandas, pasan a actuar como sujetos sociales de derechos. Esa es la principal función de la democracia participativa, cuya relación de jerarquías con la representativa electoral depende de los contextos y acumulados históricos de cada proceso.
La Constitución Política del 91 afirma que Colombia es un “Estado social de derecho organizado en forma de república unitaria, (…) democrática, participativa y pluralista”, y en el artículo 2 considera como una de las funciones vitales del Estado “facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la nación”. La trascendencia de esta ampliación conceptual de la democracia fue apagada por la mayoría de los congresistas, quienes al reglamentar la participación se encargaron de que no pasara de un nivel consultivo, validador de gobernantes que la utilizan para mejorar imagen y ocultar chanchullos. No fue casual que luego de la inesperada derrota del plebiscito por la paz lo primero que modificaron por exigencia de los enemigos de la paz fue el punto 1.2.4 del Acuerdo, quitando la mención del poder de decisión que se le otorgaba a la participación de las comunidades en la elaboración de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial y trasladándolo a “la autoridad competente”.
La democracia directa ha sido y es el eje de la vida social y política de los pueblos indígenas y afros del continente, reconocida particularmente por su derecho fundamental a la consulta previa. En la antigua Europa llegó a sus máximas expresiones en la ilustrada Atenas, luego extendida por la Revolución francesa como Estado asambleario. En la Revolución rusa fueron los sóviets (consejos populares) su trascendente iluminación —apagada por el estalinismo— y ha sido la apuesta no siempre lograda de los gobiernos progresistas y de izquierda.
No se puede ignorar que el ejercicio de la participación fue incluido en el Plan Colombia II. Ni que autoritarios gobernantes lo vulgarizaron con la farsa del “Estado comunitario”, que aún sobrevive en lo que se define como “democracia de excepción”. Sin embargo, en nuestra incompleta y neocolonial modernidad, el vivir y sentirse en comunidad es una necesidad de la ciudadanía para resistir los abusos y exigir las garantías de sus derechos constitucionales. Hoy se retoma el debate indignado de la democracia asamblearia en acción, que encabezada por jóvenes y mujeres paralizó por dos meses la economía del país. Un fenómeno que subordinó los espacios legislativos y ejecutivos, pues, con una magia inesperada, llevó al triunfo electoral de un gobierno del cambio. Por eso no debe asombrar que reaparezcan los defensores de la “incorruptible y solidaria democracia parlamentaria”, llamando a la legalidad, ignorando la legitimidad. Para resolver esta contradicción no bastarán las importantes experiencias de participación en las decisiones de las políticas públicas sociales y ambientales, como son los planes y presupuestos participativos. Habrá que acompañarlas de cambios estructurales en la democratización de la posesión de la tierra y de las relaciones en el mundo del trabajo formal y no formal, en la construcción de estructuras participativas en el control de la nueva salud pública y en las libertades para ejercer los derechos sociales, políticos y ambientales.