El primer grupo que llegó a Auschwitz, en marzo de 1942, estaba compuesto por un millar de adolescentes judías provenientes de diversos lugares de Europa del Este, semanas antes que se iniciara en forma la “solución final”. Transportadas con el pretexto de ir a colaborar en la producción de bienes de consumo en lo que era un complejo industrial polaco, las niñas, obligadas a trabajar en condiciones infrahumanas, sin alimentación, ni vestido apropiado, terminaron construyendo con sus propias manos la infraestructura industrial de la muerte en que se convertiría el mayor símbolo de la barbarie nazi. Una vez comenzaron a llegar los trenes, su labor, la de aquellas que sobrevivieron, fue acarrear los cadáveres de las cámaras de gas a los crematorios para luego limpiar las cenizas.
Apenas un puñado de ellas sobrevivió y fue testigo de la llegada el 27 de enero de 1945 de las tropas soviéticas al campo donde fueron asesinados sistemáticamente un millón 300 mil seres humanos, 90% de ellos judíos, entre los cuales se cuentan unos 300 mil niños. La historia de las “niñas de Auschwitz”, narrada por la autora americana Heather Dune Macadam, proyecta otra luz, igual de tenebrosa, sobre el episodio más negro en la historia de la humanidad, contribuyendo a la compilación de la memoria.
Compleja ha sido la labor de construir la memoria del Holocausto. El primer capítulo ocurrió ese 27 de enero, posteriormente vinieron los juicios de Nuremberg y en 1961 el juicio a Adolph Eichman en Jerusalem en el que sobrevivientes vieron quizás por primera vez, no a los guardas que los ultrajaban en los campos sino a uno de los arquitectos del plan de exterminio: un burócrata, clase media, que cumplía ciegamente las órdenes que recibía y las llevaba a cabo con brutal eficiencia, amparado por el régimen que concibió el genocidio, la complicidad de los que motivados por el odio lo implementaban y la indiferencia de la gran mayoría.
La clave para la construcción de la memoria radica en que la versión de víctimas y victimarios coincide, en la responsabilidad que asumió la nación alemana por lo ocurrido haciendo del Holocausto parte de su memoria histórica, al igual que lo hicieron las víctimas, el pueblo judío.
75 años han pasado y el antisemitismo, esa criatura milenaria que se reinventa generación tras generación, surge con inusitada fuerza contra la religión, el pueblo, la nación y el Estado judío. El Holocausto no empezó con las cámaras de gas, comenzó con las palabras, el discurso de odio, la propagación de una narrativa excluyente. Los ataques a comunidades judías, la propagación de viejos libelos y la demonización del Estado de Israel son caras de la misma moneda, nacidas en el odio, con vasos comunicantes en que las palabras conducen a los hechos.
De igual manera como el Holocausto no es únicamente un problema judío, sino de la humanidad toda, tampoco lo es el antisemitismo.
El primer grupo que llegó a Auschwitz, en marzo de 1942, estaba compuesto por un millar de adolescentes judías provenientes de diversos lugares de Europa del Este, semanas antes que se iniciara en forma la “solución final”. Transportadas con el pretexto de ir a colaborar en la producción de bienes de consumo en lo que era un complejo industrial polaco, las niñas, obligadas a trabajar en condiciones infrahumanas, sin alimentación, ni vestido apropiado, terminaron construyendo con sus propias manos la infraestructura industrial de la muerte en que se convertiría el mayor símbolo de la barbarie nazi. Una vez comenzaron a llegar los trenes, su labor, la de aquellas que sobrevivieron, fue acarrear los cadáveres de las cámaras de gas a los crematorios para luego limpiar las cenizas.
Apenas un puñado de ellas sobrevivió y fue testigo de la llegada el 27 de enero de 1945 de las tropas soviéticas al campo donde fueron asesinados sistemáticamente un millón 300 mil seres humanos, 90% de ellos judíos, entre los cuales se cuentan unos 300 mil niños. La historia de las “niñas de Auschwitz”, narrada por la autora americana Heather Dune Macadam, proyecta otra luz, igual de tenebrosa, sobre el episodio más negro en la historia de la humanidad, contribuyendo a la compilación de la memoria.
Compleja ha sido la labor de construir la memoria del Holocausto. El primer capítulo ocurrió ese 27 de enero, posteriormente vinieron los juicios de Nuremberg y en 1961 el juicio a Adolph Eichman en Jerusalem en el que sobrevivientes vieron quizás por primera vez, no a los guardas que los ultrajaban en los campos sino a uno de los arquitectos del plan de exterminio: un burócrata, clase media, que cumplía ciegamente las órdenes que recibía y las llevaba a cabo con brutal eficiencia, amparado por el régimen que concibió el genocidio, la complicidad de los que motivados por el odio lo implementaban y la indiferencia de la gran mayoría.
La clave para la construcción de la memoria radica en que la versión de víctimas y victimarios coincide, en la responsabilidad que asumió la nación alemana por lo ocurrido haciendo del Holocausto parte de su memoria histórica, al igual que lo hicieron las víctimas, el pueblo judío.
75 años han pasado y el antisemitismo, esa criatura milenaria que se reinventa generación tras generación, surge con inusitada fuerza contra la religión, el pueblo, la nación y el Estado judío. El Holocausto no empezó con las cámaras de gas, comenzó con las palabras, el discurso de odio, la propagación de una narrativa excluyente. Los ataques a comunidades judías, la propagación de viejos libelos y la demonización del Estado de Israel son caras de la misma moneda, nacidas en el odio, con vasos comunicantes en que las palabras conducen a los hechos.
De igual manera como el Holocausto no es únicamente un problema judío, sino de la humanidad toda, tampoco lo es el antisemitismo.