LOS ESTRAGOS DE LA ACCIÓN CRIminal y asesina de los paramilitares al mando de Diego Vecino, Rodrigo Cadena y El Oso en Sincelejito, Chinulito, La Pelona, Higuerón, La Libertad, Rincón del Mar… permanecen intactos.
La vida aún no regresa a estas pequeñas poblaciones de Sucre. Los campesinos beneficiarios hace 40 años de la reforma agraria no tienen recursos para reiniciar su trabajo en las parcelas. Las mujeres aún no se atreven a reorganizar las viviendas, ranchos “vara en tierra” y techo de palma, abandonados en las noches aciagas de miedo y oscuridad. Los niños dispersos y ausentes no se animan a volver a la escuela; no tienen interés ni razones para aprender. La flauta de millo dejó de sonar.
Las últimas lágrimas derramadas fueron hace dos años durante la excavación de fosas comunes, realizada por la Fiscalía, una experiencia dantesca de reconocimiento a partir de dentaduras y cicatrices o prendas de vestir, de sus muertos.
Nadie en éste, el escenario real del dolor, sabe de la existencia de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación creada hace tres años por la Ley de Justicia y Paz, precisamente para atenderlos a ellos, a las víctimas, para garantizar su participación en los procesos de esclarecimiento judicial y de reivindicación de sus derechos. La Comisión nació amordazada, sin independencia ni músculo propio. El Gobierno, con la maña que lo caracteriza, buscó legitimarla vinculando a reconocidos defensores de derechos humanos, como Ana Teresa Bernal, Patricia Buriticá o el padre Nel Beltrán. Pero terminó convertida en un ente formalista, bajo la batuta de Eduardo Pizarro, quien actúa más como un funcionario aconductado de la Casa de Nariño que como el ciudadano valiente y responsable, comprometido con la dramática realidad de las víctimas, que las circunstancias demandan.
La Comisión Nacional resultó una nueva gran frustración. Es inexistente para efectos de avanzar en el esclarecimiento de la verdad y la reparación. Sin claridad ni firmeza en la defensa del proyecto del Estatuto de las víctimas que hace trámite en el Congreso, ni en los juicios a los victimarios, ni en la construcción efectiva de mecanismos para la recuperación de bienes, ni en el acompañamiento en los procesos de verdad, a sabiendas de que en las regiones se recuerda con nombre y apellido a los miembros de la fuerza pública, funcionarios de los gobiernos locales y representantes de la política que actuaron en complicidad con los paramilitares. Evadiendo su responsabilidad, la Comisión se diluyó en la promoción de talleres de autoestima y apoyo psicosocial , ingenuos y hasta ofensivos, cuando son tantas las deudas morales y económicas pendientes. No ha sabido o no ha querido adelantar una tarea de comunicación, sensibilización e información objetiva para llegarle a la sociedad en su conjunto y hacer del proceso de reparación un ejercicio colectivo de reconciliación.
Qué poco enaltecedora su labor. Qué alto costo han pagado las víctimas por cuenta de tanta pusilanimidad y hasta cobardía, las gentes tristes y desesperanzadas, que según las Naciones Unidas suman más de tres millones y que esperan, con justicia, una oportunidad para rehacer sus vidas.
LOS ESTRAGOS DE LA ACCIÓN CRIminal y asesina de los paramilitares al mando de Diego Vecino, Rodrigo Cadena y El Oso en Sincelejito, Chinulito, La Pelona, Higuerón, La Libertad, Rincón del Mar… permanecen intactos.
La vida aún no regresa a estas pequeñas poblaciones de Sucre. Los campesinos beneficiarios hace 40 años de la reforma agraria no tienen recursos para reiniciar su trabajo en las parcelas. Las mujeres aún no se atreven a reorganizar las viviendas, ranchos “vara en tierra” y techo de palma, abandonados en las noches aciagas de miedo y oscuridad. Los niños dispersos y ausentes no se animan a volver a la escuela; no tienen interés ni razones para aprender. La flauta de millo dejó de sonar.
Las últimas lágrimas derramadas fueron hace dos años durante la excavación de fosas comunes, realizada por la Fiscalía, una experiencia dantesca de reconocimiento a partir de dentaduras y cicatrices o prendas de vestir, de sus muertos.
Nadie en éste, el escenario real del dolor, sabe de la existencia de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación creada hace tres años por la Ley de Justicia y Paz, precisamente para atenderlos a ellos, a las víctimas, para garantizar su participación en los procesos de esclarecimiento judicial y de reivindicación de sus derechos. La Comisión nació amordazada, sin independencia ni músculo propio. El Gobierno, con la maña que lo caracteriza, buscó legitimarla vinculando a reconocidos defensores de derechos humanos, como Ana Teresa Bernal, Patricia Buriticá o el padre Nel Beltrán. Pero terminó convertida en un ente formalista, bajo la batuta de Eduardo Pizarro, quien actúa más como un funcionario aconductado de la Casa de Nariño que como el ciudadano valiente y responsable, comprometido con la dramática realidad de las víctimas, que las circunstancias demandan.
La Comisión Nacional resultó una nueva gran frustración. Es inexistente para efectos de avanzar en el esclarecimiento de la verdad y la reparación. Sin claridad ni firmeza en la defensa del proyecto del Estatuto de las víctimas que hace trámite en el Congreso, ni en los juicios a los victimarios, ni en la construcción efectiva de mecanismos para la recuperación de bienes, ni en el acompañamiento en los procesos de verdad, a sabiendas de que en las regiones se recuerda con nombre y apellido a los miembros de la fuerza pública, funcionarios de los gobiernos locales y representantes de la política que actuaron en complicidad con los paramilitares. Evadiendo su responsabilidad, la Comisión se diluyó en la promoción de talleres de autoestima y apoyo psicosocial , ingenuos y hasta ofensivos, cuando son tantas las deudas morales y económicas pendientes. No ha sabido o no ha querido adelantar una tarea de comunicación, sensibilización e información objetiva para llegarle a la sociedad en su conjunto y hacer del proceso de reparación un ejercicio colectivo de reconciliación.
Qué poco enaltecedora su labor. Qué alto costo han pagado las víctimas por cuenta de tanta pusilanimidad y hasta cobardía, las gentes tristes y desesperanzadas, que según las Naciones Unidas suman más de tres millones y que esperan, con justicia, una oportunidad para rehacer sus vidas.