Estaba sumergida en las 23 cartas que le envió la pintora Emma Reyes a Germán Arciniegas, que describen bellamente su infancia de dolor y crueldad, cuando supe de la muerte del querido Bernardo Hoyos.
Se fue la VOZ. Y también la de Édgar Negret, el escultor que puso a hablar el metal. Se van yendo, se ha ido esa generación de humanistas que nos abrieron las puertas a la cultura universal, la literatura, las artes plásticas, la música. Y da nostalgia.
Una generación de gente buena. Humilde y sensible, discreta y humana, que se cultivó calladamente en medio de aquellos afectos claros y generosos que pululaban en los pueblos de la Colombia pastoril de las primeras décadas del siglo pasado. Allí donde el maestro y la maestra, el vecino, el cura o el pariente mayor sintonizaba emisoras que llegaban con mensajes y sonidos lejanos, ponían a circular los escasos libros, cuadernos con poemas, páginas de periódicos viejos, fotografías borrosas, discos rayados que pasaban de mano en mano y fueron la semilla fecunda para niños que correteaban libres en aquellos ambientes familiares y seguros.
Ese es el caso de Bernardo Hoyos, a quien le llegaron los cadencias musicales que lo embrujaron en su natal Santa Rosa de Osos, desde donde se conectaba con el mundo a través de los sonidos imbatibles que se colaban por entre los rabiosos riscos de la geografía antioqueña. Y de allí en adelante todo en él fue memoria. La misma que le permitió sumergirse en el universo interminable de la música para compartir cada hallazgo con los miles de oyentes que disfrutaron de su voz durante cuarenta años. La memoria que quedó signada por la curiosidad infantil con la que pudo andar sin tropiezos en Londres, a donde llegó ya con su visión totalmente nublada a trabajar a la BBC, o por las calles de Nueva York, donde lo vi desenvolverse en los buses y reconocer el olor de los árboles y la textura de los edificios como si la ciudad fuera suya. Una vida apasionante que evoca bellamente Ana María Escallón en su columna en el portal kienyke (www.kienke.com/kien-escribe/bernardo-hoyos-y-la-elocuencia-de-ser-genroso).
Lo de Emma Reyes es otro milagro. El de la adversidad. Sobrevivió huérfana —“un día, un niño me preguntó si yo tenía papá y mamá. Yo le pregunté que qué era eso y me dijo que él tampoco sabía”— a una infancia despiadada en un barrio paupérrimo en Bogotá, y luego en Ubaque y en Facatativá, hasta terminar abandonada con su hermana Helena en la estación del tren de la Sabana por la misma mujer que las recogió no se sabe de manos de quién y que transformó su frustración en crueldad hacia las hermanas Reyes. Difícil unas memorias más desgarradoras y bellamente escritas que estas páginas que logró rescatar Gabriela, la hija de Germán Arciniegas, y que convirtió en el libro Memoria por correspondencia. Las cartas las escribió Emma, ya mayor, pero es tanto el dolor guardado, que éste fluye sin tregua hasta que Emma se les escapa a las monjas: “Respiré un aire que no olía al convento (…) Antes de ponerme en marcha hacia el mundo me di cuenta de que hacía mucho tiempo que yo ya no era una niña”. Son unas memorias inconclusas que no dan cuentan de su aventura vital, que empieza en un viaje en bus y mula a Buenos Aires en 1945, donde descubre la pintura que quedó plasmada en unos cuadros que admiró Picasso pero que el país aún no conoce.
Estaba sumergida en las 23 cartas que le envió la pintora Emma Reyes a Germán Arciniegas, que describen bellamente su infancia de dolor y crueldad, cuando supe de la muerte del querido Bernardo Hoyos.
Se fue la VOZ. Y también la de Édgar Negret, el escultor que puso a hablar el metal. Se van yendo, se ha ido esa generación de humanistas que nos abrieron las puertas a la cultura universal, la literatura, las artes plásticas, la música. Y da nostalgia.
Una generación de gente buena. Humilde y sensible, discreta y humana, que se cultivó calladamente en medio de aquellos afectos claros y generosos que pululaban en los pueblos de la Colombia pastoril de las primeras décadas del siglo pasado. Allí donde el maestro y la maestra, el vecino, el cura o el pariente mayor sintonizaba emisoras que llegaban con mensajes y sonidos lejanos, ponían a circular los escasos libros, cuadernos con poemas, páginas de periódicos viejos, fotografías borrosas, discos rayados que pasaban de mano en mano y fueron la semilla fecunda para niños que correteaban libres en aquellos ambientes familiares y seguros.
Ese es el caso de Bernardo Hoyos, a quien le llegaron los cadencias musicales que lo embrujaron en su natal Santa Rosa de Osos, desde donde se conectaba con el mundo a través de los sonidos imbatibles que se colaban por entre los rabiosos riscos de la geografía antioqueña. Y de allí en adelante todo en él fue memoria. La misma que le permitió sumergirse en el universo interminable de la música para compartir cada hallazgo con los miles de oyentes que disfrutaron de su voz durante cuarenta años. La memoria que quedó signada por la curiosidad infantil con la que pudo andar sin tropiezos en Londres, a donde llegó ya con su visión totalmente nublada a trabajar a la BBC, o por las calles de Nueva York, donde lo vi desenvolverse en los buses y reconocer el olor de los árboles y la textura de los edificios como si la ciudad fuera suya. Una vida apasionante que evoca bellamente Ana María Escallón en su columna en el portal kienyke (www.kienke.com/kien-escribe/bernardo-hoyos-y-la-elocuencia-de-ser-genroso).
Lo de Emma Reyes es otro milagro. El de la adversidad. Sobrevivió huérfana —“un día, un niño me preguntó si yo tenía papá y mamá. Yo le pregunté que qué era eso y me dijo que él tampoco sabía”— a una infancia despiadada en un barrio paupérrimo en Bogotá, y luego en Ubaque y en Facatativá, hasta terminar abandonada con su hermana Helena en la estación del tren de la Sabana por la misma mujer que las recogió no se sabe de manos de quién y que transformó su frustración en crueldad hacia las hermanas Reyes. Difícil unas memorias más desgarradoras y bellamente escritas que estas páginas que logró rescatar Gabriela, la hija de Germán Arciniegas, y que convirtió en el libro Memoria por correspondencia. Las cartas las escribió Emma, ya mayor, pero es tanto el dolor guardado, que éste fluye sin tregua hasta que Emma se les escapa a las monjas: “Respiré un aire que no olía al convento (…) Antes de ponerme en marcha hacia el mundo me di cuenta de que hacía mucho tiempo que yo ya no era una niña”. Son unas memorias inconclusas que no dan cuentan de su aventura vital, que empieza en un viaje en bus y mula a Buenos Aires en 1945, donde descubre la pintura que quedó plasmada en unos cuadros que admiró Picasso pero que el país aún no conoce.