La discusión sobre si ratificar o no el Acuerdo de Escazú, en vigor desde este 22 de abril, es sustancial. Este acuerdo —promovido por la Cepal y negociado con amplia participación de gobiernos, expertos y sociedad civil latinoamericanos— busca darle al público más fácil acceso a la información ambiental, incluir más a la ciudadanía en las decisiones del sector, crear mecanismos judiciales para dirimir los conflictos con mayor experticia y eficacia, y proteger mejor a defensores ambientales.
Parecería sensato que la región lo acogiera cuando Brasil, México, Colombia y Perú están entre los diez países del mundo con mayor número de conflictos ambientales, según el Atlas de la Justicia Ambiental.
Además, aquí defender la tierra, los ríos y bosques es peligroso. De las 219 personas que asesinaron en el mundo en 2019 por esta lucha pacífica, según Global Witness, Colombia ocupó el triste primer lugar con 64 víctimas fatales.
El proyecto periodístico transfronterizo Tierra de resistentes documentó 2.367 ataques a defensores ambientales entre 2009 y 2019 en tan sólo diez países de la región.
En otras palabras, porque nos urge resolver un problema mayúsculo común de conflictividad ambiental violenta y pérdida de patrimonio natural, resultaría apenas lógico que nos unamos para enfrentarlo. Además de algunos países del Caribe, ya lo han firmado Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Panamá, Guyana, Uruguay y más recientemente Argentina y México.
Sin embargo, según lo relata en su último informe Tierra de resistentes, Brasil se ha hecho de la vista gorda, Perú, El Salvador y Chile —entusiasta patrocinador inicial— se echaron para atrás. Ni siquiera Costa Rica, sede de la negociación, lo ratifica aún.
En Colombia, después de las protestas de diciembre de 2019, el presidente Iván Duque dio reversa y firmó el tratado. Lo envió al Congreso con mensaje de urgencia, pero allí se enredó. Los gremios claman —haciendo eco de los argumentos de empresarios chilenos y peruanos— que perderíamos soberanía; que habría inseguridad jurídica para inversionistas de los sectores minero, agroindustrial y otros; incluso que el acuerdo sobra, pues el país ya tiene la transparencia y la participación ciudadana garantizadas.
El fondo de la polémica, sin embargo, es otro. Hay tres premisas sobre las que hemos montado nuestra economía desde hace muchos años: 1) Necesitamos extraer la mayor cantidad de recursos hoy porque urge sacar a la gente de la pobreza y del atraso. 2) El desarrollo se traza desde el centro y, ante el conflicto con los territorios, hay que proteger la inversión privada a toda costa porque el crecimiento depende sobre todo de esta. 3) Las riquezas del país, cuyo territorio ni siquiera terminamos de habitar, son interminables.
Por eso enredan la discusión en los incisos jurídicos, el deporte nacional favorito, no va y sea que realmente aflore de lo que se trata.
En la discusión sobre Escazú, de lo que se trata es de empezar a despejar otro camino al desarrollo. Las premisas que nos guían hoy resultaron endebles: la mitad de la población sigue en la pobreza, los territorios donde se privilegia la explotación minera y agroindustrial siguen atrasados y aguantan un sufrimiento moralmente inadmisible y políticamente insostenible. Además, los estragos ambientales ya empiezan a costarnos caro. Solo para dar un ejemplo de decenas, entre 1975 y 2016 la pesca en el río Magdalena cayó en un 70 %.
Por eso el Acuerdo de Escazú causa tanta resistencia. Para los jóvenes es obvio: hay que cambiar ya hacia un rumbo más inclusivo y sostenible para que a ellos les toque algo de país. Sin embargo, muchos de sus padres y ciertamente una mayoría de padres de la patria siguen aferrados a un modelo de desarrollo sin futuro.
La discusión sobre si ratificar o no el Acuerdo de Escazú, en vigor desde este 22 de abril, es sustancial. Este acuerdo —promovido por la Cepal y negociado con amplia participación de gobiernos, expertos y sociedad civil latinoamericanos— busca darle al público más fácil acceso a la información ambiental, incluir más a la ciudadanía en las decisiones del sector, crear mecanismos judiciales para dirimir los conflictos con mayor experticia y eficacia, y proteger mejor a defensores ambientales.
Parecería sensato que la región lo acogiera cuando Brasil, México, Colombia y Perú están entre los diez países del mundo con mayor número de conflictos ambientales, según el Atlas de la Justicia Ambiental.
Además, aquí defender la tierra, los ríos y bosques es peligroso. De las 219 personas que asesinaron en el mundo en 2019 por esta lucha pacífica, según Global Witness, Colombia ocupó el triste primer lugar con 64 víctimas fatales.
El proyecto periodístico transfronterizo Tierra de resistentes documentó 2.367 ataques a defensores ambientales entre 2009 y 2019 en tan sólo diez países de la región.
En otras palabras, porque nos urge resolver un problema mayúsculo común de conflictividad ambiental violenta y pérdida de patrimonio natural, resultaría apenas lógico que nos unamos para enfrentarlo. Además de algunos países del Caribe, ya lo han firmado Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Panamá, Guyana, Uruguay y más recientemente Argentina y México.
Sin embargo, según lo relata en su último informe Tierra de resistentes, Brasil se ha hecho de la vista gorda, Perú, El Salvador y Chile —entusiasta patrocinador inicial— se echaron para atrás. Ni siquiera Costa Rica, sede de la negociación, lo ratifica aún.
En Colombia, después de las protestas de diciembre de 2019, el presidente Iván Duque dio reversa y firmó el tratado. Lo envió al Congreso con mensaje de urgencia, pero allí se enredó. Los gremios claman —haciendo eco de los argumentos de empresarios chilenos y peruanos— que perderíamos soberanía; que habría inseguridad jurídica para inversionistas de los sectores minero, agroindustrial y otros; incluso que el acuerdo sobra, pues el país ya tiene la transparencia y la participación ciudadana garantizadas.
El fondo de la polémica, sin embargo, es otro. Hay tres premisas sobre las que hemos montado nuestra economía desde hace muchos años: 1) Necesitamos extraer la mayor cantidad de recursos hoy porque urge sacar a la gente de la pobreza y del atraso. 2) El desarrollo se traza desde el centro y, ante el conflicto con los territorios, hay que proteger la inversión privada a toda costa porque el crecimiento depende sobre todo de esta. 3) Las riquezas del país, cuyo territorio ni siquiera terminamos de habitar, son interminables.
Por eso enredan la discusión en los incisos jurídicos, el deporte nacional favorito, no va y sea que realmente aflore de lo que se trata.
En la discusión sobre Escazú, de lo que se trata es de empezar a despejar otro camino al desarrollo. Las premisas que nos guían hoy resultaron endebles: la mitad de la población sigue en la pobreza, los territorios donde se privilegia la explotación minera y agroindustrial siguen atrasados y aguantan un sufrimiento moralmente inadmisible y políticamente insostenible. Además, los estragos ambientales ya empiezan a costarnos caro. Solo para dar un ejemplo de decenas, entre 1975 y 2016 la pesca en el río Magdalena cayó en un 70 %.
Por eso el Acuerdo de Escazú causa tanta resistencia. Para los jóvenes es obvio: hay que cambiar ya hacia un rumbo más inclusivo y sostenible para que a ellos les toque algo de país. Sin embargo, muchos de sus padres y ciertamente una mayoría de padres de la patria siguen aferrados a un modelo de desarrollo sin futuro.