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Valía la pena elegir a un gobierno que representara la voluntad mayoritaria de cambiar las cosas. Empezar a transformar a Colombia, el país con la menor tasa de movilidad social del mundo, según ha explicado el Premio Nobel de Economía James Robinson, subiendo al poder a personas que batallaron contra la inequidad toda la vida.
Si tus ancestros eran pobres en los tiempos de la Batalla de Boyacá, aún hoy estás esperando llegar a la clase media, pues en este país toma en promedio once generaciones pasar de pobre a clase media, dijo Robinson en una charla reciente en Bogotá.
¿Por qué? Las reglas que imperan en la sociedad colombiana concentran las oportunidades y el poder en unas pocas manos, dice Robinson. El Estado es débil y no funciona para implementar políticas públicas o acuerdos que hace con su gente, sino como herramienta que los poderosos fácilmente manipulan a su favor.
Como ejemplos, el Nobel cuenta que el 38 % de los funcionarios públicos tengan parientes trabajando en el Estado (éste les sirve a sus familias) y los acuerdos de paz con las antiguas FARC vayan a paso de tortuga. Hay más ejemplos: los pequeños empresarios pagan en proporción más impuestos que los grandes, y un 85 % de los empleados gana menos de dos salarios mínimos.
La batalla que han dado los ciudadanos contra ese Estado injusto ha sido dolorosa. Demasiados líderes sociales, sindicalistas, maestros, estudiantes que defendieron derechos, demandaron servicios sociales o salieron a protestar por los incumplimientos, han dado su vida por ello. La Defensoría dice que han caído 1.279 líderes sociales entre 2016 y 2023. Además, miles de funcionarios públicos, fiscales, soldados, policías y jueces intentan hacer cumplir la ley. Han buscado, a veces a gran riesgo personal, que las instituciones del Estado implementen políticas y acuerdos para abrirle oportunidades de movilidad social a la gente.
Un candidato que venía a poner el Estado al servicio del ciudadano llegó en hombros de todo ese esfuerzo colectivo. Una vez en el gobierno, era entendible que, siendo inexpertos, les tomara tiempo aprender. Sabían combatir injusticias, pero administrar lo público es distinto y era esperable que cometieran errores. No sabían tampoco manejar la comunicación pública y, en estos tiempos de redes sociales rabiosas, la mejor labor puede quedar en cenizas en segundos.
Aún así, era preferible un mal gobierno que empezara a cambiar, a seguir en lo mismo: una eficiencia que le sirve a unos pocos, reproduce la raíz de la violencia y expande el sufrimiento de mayorías.
Todo comprensible hasta ahí.
Esperábamos más del gobierno de la transformación, esta única y rara oportunidad que conseguimos gracias al sacrificio de millones de colombianos. No que recurran a viejos mañosos y a mañas conocidas: saqueo de la unidad para atender emergencias, presuntos contratos a dedo para cónyugues de altos funcionarios, hijos e hijastros colinchados al parentezco para hacer negocios, acoso sexual y despilfarro en un consulado.
Como diría Robinson, un Estado igual de débil, manipulable por los poderosos para que sólo unos pocos se beneficien de los recursos colectivos.
La cachetada definitiva a esa esperanza de cambio ha sido Benedetti. Nombrarlo y renombrarlo hasta volverlo consejero presidencial, luego del peor despliegue de violencia doméstica. ¿Consejero de qué? ¿De género?
La bofetada de Petro es también a los miles de líderes sociales que se unieron al gobierno para hacerlo por fin legítimo. A aquellos que se arriesgan a que los difamen porque no ceden a la manipulación y ejercen, como debe ser, la labor del Estado de implementar políticas. La impunidad de los Benedettis en el gobierno Petro los arrastra a todos por el piso.