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¿Qué nombre le pone uno a una situación trágica que aún cuando se repite año tras año, las autoridades responsables declaran los mismos lugares comunes de cómo sus manos están atadas o que el problema es de otros?
Dos ejemplos en la larga lista colombiana: el reclutamiento forzado de niños en Tumaco por bandas armadas –ahora los reclutadores se llaman “los contadores”– sigue incólume desde que estuve allí en 2012, en las narices del bienestar familiar y la enorme fuerza pública allí estacionada; y las amenazas a periodistas que investigan corrupción de funcionarios públicos específicos, 45 en 2020, denuncia la FLIP cada informe sin producirle ni un estornudo a la Procuraduría ni a la Fiscalía.
La tragedia manida de hoy son los migrantes en el Urabá. Esta vez 10.000 haitianos, cubanos, bangladesíes, ghaneses, con sus niños y sus trastos, llenaron el pueblo de Necoclí que no tiene cómo acomodarlos. Las familias pagan una mala cama a precio de hotel de cinco estrellas.
A comienzos de 2020, reporteando, con el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), el viaje completo desde Asia y África hacia América de miles de migrantes, estuve en Necoclí, y ví cómo, entonces, al igual que ahora, los migrantes hacen cola para atravesar en lancha el Golfo de Urabá y llegar a Capurganá. Desde allí se internarán a pie en la selva del Darién, bajo la vigilancia suprema de la organización criminal que todo lo controla en la región y de la mano de guías comunitarios que se ganan la vida acompañándolos. Las autoridades lo saben, pero no lo ven.
En esa selva la muerte es fácil: una creciente del río que se lleva las carpas en medio de la noche o un infarto por el esfuerzo de trepar lomas con todo lo que se posee a cuestas; o un atraco. Del otro lado de la frontera, en Panamá, pasarán días antes de ponerse a salvo.
Si no es la selva, la otra ruta para seguir al norte es una lancha clandestina y nocturna. La ofrecen coyotes y tomarla es arriesgarse al naufragio. Hay varios ahogados cada tanto.
Con los colegas de la investigación publicaremos Migrantes de Otro Mundo (Ed. Aguilar), un libro que saldrá al público en la FilBo en los próximos días. Una de sus historias relata cómo, a que a pesar de que hemos advertido los peligros reiteradamente, las penurias de la travesía del Darién se repiten. Los gobiernos no aprecian el valor de esos seres humanos extraordinarios que todo lo arriesgan por hacerse a una vida mejor. Un profesor sale de Camerún perseguido por sus ideas; un periodista, de la República Democrática del Congo; un comerciante, de Bangladesh pues su religión no es tolerada. Un programador deja India para encontrar trabajo. Cubanos y haitianos ya no sobreviven bien en Chile o Brasil, a donde intentaron prosperar.
El paso del Darién es hoy obligado porque es la única opción de salida al norte que dejan Colombia y Panamá. Saben sus gobiernos que puede ser fatal, que causa sufrimiento enorme a treinta mil personas cada año, pero les puede la indolencia. Además, ¿quién quiere molestar al Cartel del Golfo, que pone las reglas en esa frontera?
Si estos gobiernos hicieran como hace el de Costa Rica que ofrece bus y protección a los migrantes desde una frontera a la otra, no habría desdicha. Podrían ofrecer un servicio seguro de transporte marítimo desde los puertos de Cartagena o Barranquilla a Panamá sin riesgo, a mucho menor costo. Es otra tragedia más de la cual los gobiernos se lavan las manos porque los dolientes no tienen poder.