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La posición ambigua de Petro respecto a la “posesión” del dictador Nicolás Maduro refleja exactamente lo que es: un quiere-quedar-bien con Dios y con el diablo. No asiste a ese acto cantinflesco, pero sí envía a su embajador supuestamente por razones diplomáticas.
Hace –eso sí– serios reparos a su reelección, pero por debajo de la mesa continúa con su amacice con ese régimen de tal manera que ninguno de los dos se pisa las mangueras, pretendiendo subir en las encuestas en las que su rechazo es cada vez mayor.
Y como del inmaduro Maduro puede esperarse todo, no sabemos hoy qué va a pasar si, por ejemplo, los exmandatarios vecinos no pueden surcar los cielos venezolanos para aterrizar en la simbólica posesión del verdadero ganador de las elecciones que dieron el triunfo a González Urrutia y, o los obligaran a devolverse o hasta les ametrallaran los aviones del Diosdado, argumentando la defensa de la soberanía nacional de la República bolivariana.
Que recuerde, nunca antes se había presentado en nuestro continente una situación similar en la que Petro pretende infructuosamente estar con lo unos y con los otros con esos malabares dialécticos con los que suele enredarnos todos los días.
Menos mal que, como dijera el que consideró a Chávez su nuevo mejor amigo, al perro no lo capan dos veces y los únicos que le siguen creyendo son sus milicias, primeras líneas que podrían –en la noche que llega– llevar a cabo la revolución popular y así suspender las elecciones del 2026.
Ya verán que cuando –Dios no lo quiera– suceda lo que está por suceder, el otro nuevo mejor amigo será el principal aliado de quien hoy no lo es, pero mañana sí.