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Expertos como somos en el cumplimiento de las profecías, especialmente de las que están hechas para que no se cumplan, las referentes a la paz en nuestro país se han venido consumando una tras otra.
La primera era que una paz parcial iba a terminar en una guerra diseminada, acápite y desfigurada. El ejercicio con las antiguas FARC fue señero por metodología y logros en lo atinente a ese grupo insurgente, como lo demuestra que 85 % de combatientes sigan en procesos de reincorporación. Pero los rezagos, disidencias, incumplimientos y contextos particulares eran, sumados a tentaciones de otros ejércitos rebeldes y otras facciones al margen de la ley, caldo de cultivo para que se multiplicaran grupúsculos inubicables sin ideología, mando ni disciplina. Por ejemplo, ¿cuántos de ellos pasaron a integrar bandas de narcotráfico o mercenarios en guerras de otras latitudes, como el medio millar de connacionales que, se dice, han combatido en territorio ucraniano?
La segunda, que el craso error de vanidad de Juan Manuel Santos, al proponer ese plebiscito innecesario, iba a dejar secuelas graves para el acuerdo de 2016 y posteriores. Dejaba sin alma ese proceso, resucitaba políticamente a su mentor y peor adversario, y daba alas a una oposición y a un gobierno desprogramados, concentrados en dejar como único “legado” las trizas que hoy vemos diseminadas por todo el territorio.
La tercera, que la paz sí debía ser total pero estructurada, partiendo del cumplimiento de lo pactado hace ocho años: replicar bondades de lo construido en los métodos, la necesaria presión que obviara la tan mentada buena fe de los insurgentes, y alcanzarlo en tiempos del período presidencial para evitar su desmonte.
La cuarta, que si los diálogos no prosperaban iban a servir en bandeja la manida agenda de la seguridad, con su consiguiente vuelta de péndulo, para la campaña presidencial.
Y la quinta, entre otras muchas, que la guerra iba a ser la protagonista del próximo lustro… Sí, fieles a un destino que bien pudo no haber sido nuestro.