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Totalizantes. Así somos los venidos del siglo XX. Hablamos como si dejáramos un mundo mejor y no es verdad. Pero insistimos en nuestros métodos fallidos, teorías revaluadas y creencias anquilosadas. Para colmo, lo hacemos con soberbia, siguiendo a Shakespeare, en medio del ruido y la furia. Ya lo había resumido Faulkner: “Ninguno de nosotros logró realizar su sueño de perfección, así que hay que juzgarnos con base en nuestro espléndido fracaso en la realización de lo imposible”.
Hijos de la palabra escrita y del papel, insistimos que no hay otra manera de narrar el mundo, de narrarlo, de re-contarlo, no obstante las continuas bofetadas de las nuevas generaciones, criadas con otros lenguajes más orgánicos y audiovisuales, como muestra el boom de la versión televisiva de Cien años de soledad.
Y descreemos, a pesar de las cifras del incremento en ventas del libro, para no hablar de las relecturas; a pesar del entusiasmo en las conversaciones acerca de la serie, que es la historia nuestra que aún no se cierra; a pesar de las reinterpretaciones de estas juventudes, que nunca de otra manera se hubieran acercado a una de las cien mejores obras de la literatura universal.
Esa ola llevó a quien esto escribe, a regañadientes y sin fe, a ver la serie y la película de ese otro genio que es Juan Rulfo, coincidiendo con la invitación de este diario para mirar positivamente eso que parecía una blasfemia. El resultado es la confesión de culpa del inicio y el asombro por dos dignas realizaciones, magnificadas por los efectos ya mencionados.
Críticas como el color del aire o el exceso de solemnidad al comienzo de las escenas quedan relegadas ante el esfuerzo monumental por ofrecer una versión decente que da pie para muchas más. Pero, sobre todo, no dejan dudas de que las próximas generaciones, sin presiones, consumirán más las sagas audiovisuales que los mismos libros. Quizá entonces, Pedro Páramo y las siete generaciones de los Buendía tengan una segunda oportunidad sobre la tierra.