Cuenta la leyenda que una nación cerró sus fábricas para vivir de extraer lo que no había costado ningún esfuerzo humano producir durante millones de años. Sus gobernantes creyeron que podrían mantener la estabilidad porque pensaron que la riqueza cae del cielo o sale del subsuelo por arte de magia.
Miles de fábricas que ocupaban a personas laboriosas fueron reemplazadas por ostentosos centros comerciales y las calles se llenaron de rebuscadores intentando sobrevivir al día. Luego, llegó una pandemia que los obligó a quedarse en casa sin ingresos. El gobierno de esa nación consideró que lo más astuto era no gastar lo suficiente y, en lugar de ello, garantizar los recursos para pagar la deuda a unos inescrupulosos banqueros.
Colombia tiene profundas dificultades para seguir los principios elementales del capitalismo, en términos de usar la energía, transformar sus recursos, invertir productivamente el capital y ocupar su fuerza de trabajo. En lugar de eso, el mercado orientó la inversión hacia la renta inmobiliaria, la valorización bursátil, la especulación y la minería, que ocupan al 10,7 % de la población económicamente activa, dejando al 89,3 % de los ocupados a la ley de la selva.
Según el DANE, el 81,3 % de todo lo que compra esta nación en el extranjero son productos manufacturados en fábricas de otros países, reemplazando a las empresas y los trabajos en Colombia. La producción industrial nacional es la que más ha perdido participación en la oferta total en los últimos diez años, por lo que pagamos nuestro consumo con petróleo, carbón y flores, que dependen casi exclusivamente de lo que pasa afuera, no de nuestras decisiones. El misterio de la política económica, con todos sus tecnócratas formados en las mejores universidades del planeta, consiste en sentarse a rezar para que el precio del petróleo suba y cobrarles impuestos a los consumidores.
Colombia debe recuperar 2,3 millones de empleos para volver a las cifras de 2019, pero sus autoridades se niegan a discutir las reformas productivas y comerciales que se requieren. Se debe rescatar al SENA de la politiquería y devolvérselo a la producción agrícola e industrial, para capacitar a 3,3 millones de jóvenes ninis que el ineficiente mercado no aprovecha para crear riqueza, de los cuales dos millones son mujeres a las que solo se les ofrece el cuidado del hogar sin remuneración. Con estas condiciones, ¿adivinen qué hizo la gente?
La historia no para aquí; una reforma tributaria para cambiar el recaudo de un bolsillo a otro no puede ser otra cortina de humo que evite el debate sobre los cambios profundos necesarios para desenamorarse de la pobreza.
Cuenta la leyenda que una nación cerró sus fábricas para vivir de extraer lo que no había costado ningún esfuerzo humano producir durante millones de años. Sus gobernantes creyeron que podrían mantener la estabilidad porque pensaron que la riqueza cae del cielo o sale del subsuelo por arte de magia.
Miles de fábricas que ocupaban a personas laboriosas fueron reemplazadas por ostentosos centros comerciales y las calles se llenaron de rebuscadores intentando sobrevivir al día. Luego, llegó una pandemia que los obligó a quedarse en casa sin ingresos. El gobierno de esa nación consideró que lo más astuto era no gastar lo suficiente y, en lugar de ello, garantizar los recursos para pagar la deuda a unos inescrupulosos banqueros.
Colombia tiene profundas dificultades para seguir los principios elementales del capitalismo, en términos de usar la energía, transformar sus recursos, invertir productivamente el capital y ocupar su fuerza de trabajo. En lugar de eso, el mercado orientó la inversión hacia la renta inmobiliaria, la valorización bursátil, la especulación y la minería, que ocupan al 10,7 % de la población económicamente activa, dejando al 89,3 % de los ocupados a la ley de la selva.
Según el DANE, el 81,3 % de todo lo que compra esta nación en el extranjero son productos manufacturados en fábricas de otros países, reemplazando a las empresas y los trabajos en Colombia. La producción industrial nacional es la que más ha perdido participación en la oferta total en los últimos diez años, por lo que pagamos nuestro consumo con petróleo, carbón y flores, que dependen casi exclusivamente de lo que pasa afuera, no de nuestras decisiones. El misterio de la política económica, con todos sus tecnócratas formados en las mejores universidades del planeta, consiste en sentarse a rezar para que el precio del petróleo suba y cobrarles impuestos a los consumidores.
Colombia debe recuperar 2,3 millones de empleos para volver a las cifras de 2019, pero sus autoridades se niegan a discutir las reformas productivas y comerciales que se requieren. Se debe rescatar al SENA de la politiquería y devolvérselo a la producción agrícola e industrial, para capacitar a 3,3 millones de jóvenes ninis que el ineficiente mercado no aprovecha para crear riqueza, de los cuales dos millones son mujeres a las que solo se les ofrece el cuidado del hogar sin remuneración. Con estas condiciones, ¿adivinen qué hizo la gente?
La historia no para aquí; una reforma tributaria para cambiar el recaudo de un bolsillo a otro no puede ser otra cortina de humo que evite el debate sobre los cambios profundos necesarios para desenamorarse de la pobreza.