En la reforma tributaria que se radicará el 20 de julio, el Gobierno optó por el camino de hacer un acuerdo político con los sectores que históricamente han promovido la regresiva estructura actual y con algunos gremios que promovieron los beneficios de 2019. Se recaudarían $15,2 billones y las fuentes recaen principalmente en el empresariado, pero sin diferenciar entre micros, pequeñas, medianas y grandes empresas. Una tarifa del 35 % tiene un impacto menor para una gran empresa que es capaz de hacer planificación tributaria para pagar menos impuestos. Las grandes empresas son el 1 % de las totales en el país, y el resto podría decirse que, en buena medida, son las que conforman la denominada clase media.
La nueva propuesta incluye una reorientación de los recursos adicionales a recaudar, con relación a la presentada en abril. En esa, el 58 % del recaudo iba al pago de la deuda, el 26 % a lo social y el 16 % en transferencias a las regiones. En la actual, el 59 % deberá ir a lo social, el 25 % a la deuda y el 16 % a las regiones. Ojalá se entienda, de una vez por todas, que la estabilidad social es un requisito ineludible para la estabilidad macroeconómica.
Sin embargo, en términos estrictos, no se puede hablar de reactivación económica, entendida como un proceso en que el país se encauce en crecimientos estables que no dependen de las bonanzas y en actividades capaces de demandar mano de obra capacitada y bien remunerada; justamente lo que diferencia a un país rico con Colombia. El gran consenso de inversión social, como llamaron a la reforma, reconoce esta limitación al expresar que el objetivo es reducir la pobreza “hasta el nivel que teníamos antes de la pandemia”, pero manteniendo los privilegios a los megarricos. La propuesta también promueve la austeridad fiscal, que ningún país sensato aplica en tiempos de crisis, en lugar de plantear la eficiencia en la orientación de la inversión pública, dos conceptos diferentes: el primero impide la intervención del Estado, en cambio el segundo es un incentivo público a los sectores con más capacidad de crear riqueza nacional.
La reforma pendiente deberá, entonces, abordar la discusión técnica sobre las exenciones, dividendos, renta al 1 % y al 0,1 % de las personas más ricas, fuga a paraísos fiscales y tarifas diferenciadas por tamaños de empresas, entre otras. El objetivo debe ser que la política fiscal sea un instrumento en beneficio de crear un entorno empresarial y laboral próspero, en el empeño de que cada vez se necesite menos el asistencialismo y dependamos cada vez más del esfuerzo del trabajo.
En la reforma tributaria que se radicará el 20 de julio, el Gobierno optó por el camino de hacer un acuerdo político con los sectores que históricamente han promovido la regresiva estructura actual y con algunos gremios que promovieron los beneficios de 2019. Se recaudarían $15,2 billones y las fuentes recaen principalmente en el empresariado, pero sin diferenciar entre micros, pequeñas, medianas y grandes empresas. Una tarifa del 35 % tiene un impacto menor para una gran empresa que es capaz de hacer planificación tributaria para pagar menos impuestos. Las grandes empresas son el 1 % de las totales en el país, y el resto podría decirse que, en buena medida, son las que conforman la denominada clase media.
La nueva propuesta incluye una reorientación de los recursos adicionales a recaudar, con relación a la presentada en abril. En esa, el 58 % del recaudo iba al pago de la deuda, el 26 % a lo social y el 16 % en transferencias a las regiones. En la actual, el 59 % deberá ir a lo social, el 25 % a la deuda y el 16 % a las regiones. Ojalá se entienda, de una vez por todas, que la estabilidad social es un requisito ineludible para la estabilidad macroeconómica.
Sin embargo, en términos estrictos, no se puede hablar de reactivación económica, entendida como un proceso en que el país se encauce en crecimientos estables que no dependen de las bonanzas y en actividades capaces de demandar mano de obra capacitada y bien remunerada; justamente lo que diferencia a un país rico con Colombia. El gran consenso de inversión social, como llamaron a la reforma, reconoce esta limitación al expresar que el objetivo es reducir la pobreza “hasta el nivel que teníamos antes de la pandemia”, pero manteniendo los privilegios a los megarricos. La propuesta también promueve la austeridad fiscal, que ningún país sensato aplica en tiempos de crisis, en lugar de plantear la eficiencia en la orientación de la inversión pública, dos conceptos diferentes: el primero impide la intervención del Estado, en cambio el segundo es un incentivo público a los sectores con más capacidad de crear riqueza nacional.
La reforma pendiente deberá, entonces, abordar la discusión técnica sobre las exenciones, dividendos, renta al 1 % y al 0,1 % de las personas más ricas, fuga a paraísos fiscales y tarifas diferenciadas por tamaños de empresas, entre otras. El objetivo debe ser que la política fiscal sea un instrumento en beneficio de crear un entorno empresarial y laboral próspero, en el empeño de que cada vez se necesite menos el asistencialismo y dependamos cada vez más del esfuerzo del trabajo.