Protección o defensa del consumidor
Mario Valencia
El mal llamado libre comercio realmente tiene poco de libre y mucho de inversiones. Comenzando porque la mayor parte del comercio ya está establecido entre las grandes potencias económicas, y países como Colombia lo que disputan son migajas. Las cifras lo muestran: el 78 % del comercio global son mercancías, no servicios. Del comercio de mercancías, el 67 % son manufacturas, no bienes agrícolas ni recursos naturales. Y de este, el 62 % lo realizan China, Alemania, EE. UU., Japón, Hong Kong, Países Bajos, Corea del Sur, Francia, Italia y México. Colombia es el 0,07 % del comercio mundial de manufacturas.
La globalización existe, el comercio mundial también, se desarrolla y enfrenta dificultades como la guerra en este campo entre Estados Unidos y China, pero Colombia es un grano de arena. La pregunta que debe hacerse, antes de tomar decisiones sobre la protección o la defensa del consumidor, es: ¿por qué el comercio de Colombia no se parece al de esos países?
Nuestro país avanzó en la producción de mercancías entre las décadas de 1950 y 1980, que conllevó a una mayor oferta nacional sobre las necesidades de importaciones. A partir de la década de 1990 se decidió que la mejor política de desarrollo productivo era no tener una: especializándonos en café, banano, flores, carbón y petróleo tendríamos los dólares suficientes para comprar los computadores, celulares, vehículos y hasta alimentos que demanda la sociedad. La estupidez de esta idea llevó a la crisis de 1999 y a partir de 2001 el déficit comercial es estructural: lo que vendemos no paga lo que compramos.
Para justificar lo injustificable, muchos analistas se inventaron la narrativa de que lo ocurrido había sido fríamente calculado para beneficiar al consumidor. Oponerse a su genialidad era estar en contra de que el consumidor comprara los maravillosos y baratos productos del planeta. No obstante, en la ecuación faltó un pequeño detalle: para consumir hay que tener ingresos, que provienen especialmente del trabajo. Con fábricas cerradas y cultivos arruinados, el desempleo y la informalidad impiden un mayor consumo.
No existe tal dilema entre proteger a empresas o beneficiar al consumidor. El dilema es entre si se diseñan e implementan políticas serias de crecimiento económico sostenible y con alta productividad, que permitan producir mercancías para el mercado interno y la exportación, o seguimos viviendo de bonanzas de materias primas. La solución no es la protección a ultranza ni la libre importación. Entre 2020 y 2021, EE. UU. ha impuesto 1.560 medidas restrictivas al comercio y la Unión Europea 2.268. Colombia se aproxima a ser uno de los pocos países en seguir creyendo en el mito de que el libre comercio significa permitir la quiebra de sus empresas.
El mal llamado libre comercio realmente tiene poco de libre y mucho de inversiones. Comenzando porque la mayor parte del comercio ya está establecido entre las grandes potencias económicas, y países como Colombia lo que disputan son migajas. Las cifras lo muestran: el 78 % del comercio global son mercancías, no servicios. Del comercio de mercancías, el 67 % son manufacturas, no bienes agrícolas ni recursos naturales. Y de este, el 62 % lo realizan China, Alemania, EE. UU., Japón, Hong Kong, Países Bajos, Corea del Sur, Francia, Italia y México. Colombia es el 0,07 % del comercio mundial de manufacturas.
La globalización existe, el comercio mundial también, se desarrolla y enfrenta dificultades como la guerra en este campo entre Estados Unidos y China, pero Colombia es un grano de arena. La pregunta que debe hacerse, antes de tomar decisiones sobre la protección o la defensa del consumidor, es: ¿por qué el comercio de Colombia no se parece al de esos países?
Nuestro país avanzó en la producción de mercancías entre las décadas de 1950 y 1980, que conllevó a una mayor oferta nacional sobre las necesidades de importaciones. A partir de la década de 1990 se decidió que la mejor política de desarrollo productivo era no tener una: especializándonos en café, banano, flores, carbón y petróleo tendríamos los dólares suficientes para comprar los computadores, celulares, vehículos y hasta alimentos que demanda la sociedad. La estupidez de esta idea llevó a la crisis de 1999 y a partir de 2001 el déficit comercial es estructural: lo que vendemos no paga lo que compramos.
Para justificar lo injustificable, muchos analistas se inventaron la narrativa de que lo ocurrido había sido fríamente calculado para beneficiar al consumidor. Oponerse a su genialidad era estar en contra de que el consumidor comprara los maravillosos y baratos productos del planeta. No obstante, en la ecuación faltó un pequeño detalle: para consumir hay que tener ingresos, que provienen especialmente del trabajo. Con fábricas cerradas y cultivos arruinados, el desempleo y la informalidad impiden un mayor consumo.
No existe tal dilema entre proteger a empresas o beneficiar al consumidor. El dilema es entre si se diseñan e implementan políticas serias de crecimiento económico sostenible y con alta productividad, que permitan producir mercancías para el mercado interno y la exportación, o seguimos viviendo de bonanzas de materias primas. La solución no es la protección a ultranza ni la libre importación. Entre 2020 y 2021, EE. UU. ha impuesto 1.560 medidas restrictivas al comercio y la Unión Europea 2.268. Colombia se aproxima a ser uno de los pocos países en seguir creyendo en el mito de que el libre comercio significa permitir la quiebra de sus empresas.