El otro día quedé a cargo del entrenamiento de tenis de mi prima Isabel y su amiga. Camino a las canchas pasamos por Cereal Lovers, un innovador café que servía cereales en Bogotá y fue apenas lógico que me insistieran para que les comprara uno de esos cereales internacionales.
Les ofrecí dos opciones: cada una podía escoger entre el cereal, en ese momento, o el batido de chocolate que acostumbrábamos tomar después de entrenar. Bajo estas condiciones, mi prima tomó el cereal y su amiga esperó, aunque con dificultad, para poder disfrutar del batido más tarde.
Al terminar de entrenar fuimos a la tienda de batidos.
Esta vez pedí solo dos, pues mi prima había preferido comer antes. Me dijo desconsolada que era una injusticia que otros tuvieran más que ella y que eso era una desigualdad inadmisible. Pensé que cualquier adulto en sus cinco sentidos me diría que mi prima no tiene la razón, pues dada la igualdad de oportunidades ella escogió un camino diferente, aunque igual de respetable, que el de su amiga. Además, esas simplemente eran las consecuencias de sus propias decisiones. Sería injusto con su amiga ignorar el trabajo que le costó resistirse a tan provocativo cereal.
Tal como mi prima de diez años y su amiga, los adultos cometemos el mismo error al discutir políticas públicas. Una desigualdad en la que un hombre tiene más porque ha ahorrado, trabajado e invertido más que otros es una desigualdad totalmente justa.
El economista Friedrich Hayek decía que la “igualdad ante la ley” hace que surjan esas desigualdades, pues los humanos son desiguales en talento, ambición, responsabilidad y capacidad de trabajo, por lo que un trato igual se traduce en desigualdades de resultados.
Las políticas públicas no deben buscar reducir esta última desigualdad. Es decir, comparativamente, no deben buscar que mi prima, después de consumir el cereal mientras su amiga se resistía, tenga el mismo batido que quién se sacrificó para obtenerlo.
La lección al debate público es que los impuestos no deben financiar la redistribución per se, sino buscar una igualdad de oportunidades. Para eso podemos empezar con la educación primaria y secundaria de calidad, pero confundir igualdad de oportunidades con igualdad de resultados hace que nuestras soluciones terminen siendo peor que el problema.
Ese es un error permisible en niños. Pero para discutir políticas públicas para la desigualdad, sugiero que hablemos como adultos y sin antojos.
#EconomíaParaMiPrima
El otro día quedé a cargo del entrenamiento de tenis de mi prima Isabel y su amiga. Camino a las canchas pasamos por Cereal Lovers, un innovador café que servía cereales en Bogotá y fue apenas lógico que me insistieran para que les comprara uno de esos cereales internacionales.
Les ofrecí dos opciones: cada una podía escoger entre el cereal, en ese momento, o el batido de chocolate que acostumbrábamos tomar después de entrenar. Bajo estas condiciones, mi prima tomó el cereal y su amiga esperó, aunque con dificultad, para poder disfrutar del batido más tarde.
Al terminar de entrenar fuimos a la tienda de batidos.
Esta vez pedí solo dos, pues mi prima había preferido comer antes. Me dijo desconsolada que era una injusticia que otros tuvieran más que ella y que eso era una desigualdad inadmisible. Pensé que cualquier adulto en sus cinco sentidos me diría que mi prima no tiene la razón, pues dada la igualdad de oportunidades ella escogió un camino diferente, aunque igual de respetable, que el de su amiga. Además, esas simplemente eran las consecuencias de sus propias decisiones. Sería injusto con su amiga ignorar el trabajo que le costó resistirse a tan provocativo cereal.
Tal como mi prima de diez años y su amiga, los adultos cometemos el mismo error al discutir políticas públicas. Una desigualdad en la que un hombre tiene más porque ha ahorrado, trabajado e invertido más que otros es una desigualdad totalmente justa.
El economista Friedrich Hayek decía que la “igualdad ante la ley” hace que surjan esas desigualdades, pues los humanos son desiguales en talento, ambición, responsabilidad y capacidad de trabajo, por lo que un trato igual se traduce en desigualdades de resultados.
Las políticas públicas no deben buscar reducir esta última desigualdad. Es decir, comparativamente, no deben buscar que mi prima, después de consumir el cereal mientras su amiga se resistía, tenga el mismo batido que quién se sacrificó para obtenerlo.
La lección al debate público es que los impuestos no deben financiar la redistribución per se, sino buscar una igualdad de oportunidades. Para eso podemos empezar con la educación primaria y secundaria de calidad, pero confundir igualdad de oportunidades con igualdad de resultados hace que nuestras soluciones terminen siendo peor que el problema.
Ese es un error permisible en niños. Pero para discutir políticas públicas para la desigualdad, sugiero que hablemos como adultos y sin antojos.
#EconomíaParaMiPrima