Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A doña Martha Sepúlveda, una paciente con una enfermedad incurable que tenía programada su eutanasia para el domingo pasado, le frustraron sus planes. Tal vez la publicidad que tuvo su caso asustó a los médicos de Incodol. Me los imagino abrumados por las advertencias de abogados y sacerdotes, los unos diciéndoles que podían terminar en la cárcel y los otros, que podían terminar en el infierno. Ninguna de esas advertencias estaba, en todo caso, bien fundada: en el primer caso, porque la decisión de la paciente está respaldada por la Corte Constitucional, y en el segundo, porque un médico puede reclamar una objeción de conciencia para no llevar a cabo la eutanasia.
Pero, más que el susto de los médicos de Incodol, lo que hay en este caso es toda una cultura muy difícil de cambiar sobre la vida y la muerte. Gracias a los avances de la medicina hoy vivimos, en promedio, unos 15 años más que nuestros abuelos. A tal punto han mejorado las cosas de la salud que muchas veces el problema no es cómo vivir un poco más, sino cómo conseguir la muerte. Estamos tan acostumbrados a que los médicos salven vidas que nos cuesta mucho trabajo negociar con la esperanza: basta con que un médico nos dé una milésima de ella (esperanza) para aferrarnos a una vida en condiciones miserables.
Claro, hay desacuerdos y sobra decir que algunos pacientes, muchos quizás, están dispuestos a soportar cualquier sufrimiento con tal de seguir viviendo y piensan de ese modo, además, porque así piensan los médicos y así funciona el sistema de salud. Más aún, todo esto está en sintonía con la cultura occidental, en la que, con demasiada facilidad, se supone que tener más es mejor que tener menos, lo cual no siempre es cierto; a veces es mejor tener menos: menos cosas, menos opciones, más desafíos, menos poder y, como en este caso, menos vida. Digo bien a veces, no siempre.
Cada vez hay más gente que no quiere morir bajo los dictámenes de un sistema de salud que, en su empeño por mantener la vida, la degrada. Me incluyo en ese grupo y a las razones dadas por doña Martha agrego el siguiente pensamiento estoico: la muerte no existe, y eso debido a que cuando llega ya no estamos para pensar o sentir algo de ella. No tiene sentido preocuparse por algo que no podemos ver, ni valorar, ni padecer (para quienes sí existe es para los otros, que sufren con la ausencia del muerto). Es por eso que no hay que tenerle miedo a la muerte, lo cual no implica, claro, no tenerle amor a la vida. Al sufrimiento, en cambio, que es tan real como la vida misma, sí tiene sentido tenerle miedo. Como decía el poeta John Milton: “To live a life half dead, a living death” (“Vivir medio muertos, en una muerte en vida”). Mi querida Cecilia Faciolince lo decía en estos términos: “No le tengo miedo a la muerte sino a la morida”. Por eso, cuando sabemos que nuestra suerte es irremediable, tiene todo el sentido querer evitar el dolor que suele acompañar el final de la vida.
Repito, no todos pensamos de la misma manera sobre las agonías de la muerte y por eso, en asunto tan delicado, cada cual debe tener el derecho a morir como mejor le parezca. En esto tenemos mucho por aprender. Las generaciones futuras, sospecho, no sólo vivirán más tiempo, sino que aprenderán a morir de mejor manera, en sintonía con el carácter natural e inevitable de ese punto final. Morirán más sabiamente, ejerciendo su voluntad hasta el final de la vida, como último y definitivo ejercicio de libertad.