Una buena columna, creo yo, es la que tiene una idea (excepcionalmente dos) y la expone de manera clara y concisa. Pues bien, llevo varias semanas tratando de hacer eso a propósito del abatimiento de estatuas en los Estados Unidos, Europa y otros países. Tres columnas posibles han pasado por mi mente.
La primera se refiere a que toda sociedad tiene derecho a revisar su pasado, a reformar sus altares, sus valores y sus símbolos. Cada país debería poder olvidar a quienes se ganaron la gloria subyugando y matando a una parte de su propio pueblo. En el sur de los Estados Unidos hay más de 1.500 monumentos que exaltan la memoria de los confederados y aproximadamente la mitad son estatuas del general Robert Lee, jefe de los ejércitos esclavistas del sur en la guerra de Secesión. Ya es hora de que a los héroes racistas del pasado no se les rinda más tributo.
La segunda columna se refiere al peligro de que nos quedemos sin símbolos. Acabar con la representación de Robert Lee puede no causar mayor problema, al menos para quienes no estamos en el sur de los Estados Unidos, pero la costumbre de tumbar estatuas es una práctica fácil y efectista que se puede volver incontrolable. Monumentos en los que se exalta la memoria de Cristóbal Colón, los Reyes Católicos y hasta don Miguel de Cervantes han sido vandalizados en las últimas semanas y, como van las cosas, ni Simón Bolívar ni Thomas Jefferson, que disponían de muchos esclavos, tienen su reposo asegurado. De ahí a la quema de libros no hay mucho trecho. Si permitimos que cada uno de los odios contra el pasado se exprese derribando a sus demonios de bronce y mármol, no quedará piedra sobre piedra, ni símbolos, ni héroes, ni nada en qué creer.
La tercera columna se refiere al método para quitar y poner símbolos. No me gusta la espontaneidad violenta de los iconoclastas, ni siquiera cuando sus razones son justas. No puedo evitar que sus actos me recuerden a los soldados del Estado Islámico cuando destruyeron el museo de Mosul o a los talibanes cuando acabaron con las estatuas de Buda en Afganistán. Hay muchos iconoclastas que no tienen razones para elevarse moralmente por encima de la imagen del tirano que derriban. Es por eso que deberíamos adoptar un procedimiento, ojalá democrático, para quitar y poner monumentos.
Ninguna de estas columnas me convenció. Cada una aborda solo una parte del problema y la idea de juntarlas en una sola da como resultado un texto abigarrado, contrario a mi consigna de que la columna debe tener una sola idea. ¿Qué es entonces, me preguntará usted, apreciado lector, lo que quiero decir en esta columna? Pues que, en contra de lo que mucha gente cree, los debates públicos suelen tener muchas aristas, lo cual hace difícil tomar partido con un sí o con un no. En el caso de las estatuas no es fácil decir: estoy, o no estoy, de acuerdo. Hay que hilar más delgado. Esta, entonces, es una columna sobre la complejidad de los debates públicos; sobre la necesidad de incluir matices, condiciones, atenuantes, glosas. Es también una columna para sospechar de periodistas y agitadores de redes sociales que, al poner la realidad en su versión de caricatura, le dan aliento a la mentalidad iconoclasta; una mentalidad que no ayuda a mejorar la memoria que tenemos del pasado, ni a sanar sus heridas.
Una buena columna, creo yo, es la que tiene una idea (excepcionalmente dos) y la expone de manera clara y concisa. Pues bien, llevo varias semanas tratando de hacer eso a propósito del abatimiento de estatuas en los Estados Unidos, Europa y otros países. Tres columnas posibles han pasado por mi mente.
La primera se refiere a que toda sociedad tiene derecho a revisar su pasado, a reformar sus altares, sus valores y sus símbolos. Cada país debería poder olvidar a quienes se ganaron la gloria subyugando y matando a una parte de su propio pueblo. En el sur de los Estados Unidos hay más de 1.500 monumentos que exaltan la memoria de los confederados y aproximadamente la mitad son estatuas del general Robert Lee, jefe de los ejércitos esclavistas del sur en la guerra de Secesión. Ya es hora de que a los héroes racistas del pasado no se les rinda más tributo.
La segunda columna se refiere al peligro de que nos quedemos sin símbolos. Acabar con la representación de Robert Lee puede no causar mayor problema, al menos para quienes no estamos en el sur de los Estados Unidos, pero la costumbre de tumbar estatuas es una práctica fácil y efectista que se puede volver incontrolable. Monumentos en los que se exalta la memoria de Cristóbal Colón, los Reyes Católicos y hasta don Miguel de Cervantes han sido vandalizados en las últimas semanas y, como van las cosas, ni Simón Bolívar ni Thomas Jefferson, que disponían de muchos esclavos, tienen su reposo asegurado. De ahí a la quema de libros no hay mucho trecho. Si permitimos que cada uno de los odios contra el pasado se exprese derribando a sus demonios de bronce y mármol, no quedará piedra sobre piedra, ni símbolos, ni héroes, ni nada en qué creer.
La tercera columna se refiere al método para quitar y poner símbolos. No me gusta la espontaneidad violenta de los iconoclastas, ni siquiera cuando sus razones son justas. No puedo evitar que sus actos me recuerden a los soldados del Estado Islámico cuando destruyeron el museo de Mosul o a los talibanes cuando acabaron con las estatuas de Buda en Afganistán. Hay muchos iconoclastas que no tienen razones para elevarse moralmente por encima de la imagen del tirano que derriban. Es por eso que deberíamos adoptar un procedimiento, ojalá democrático, para quitar y poner monumentos.
Ninguna de estas columnas me convenció. Cada una aborda solo una parte del problema y la idea de juntarlas en una sola da como resultado un texto abigarrado, contrario a mi consigna de que la columna debe tener una sola idea. ¿Qué es entonces, me preguntará usted, apreciado lector, lo que quiero decir en esta columna? Pues que, en contra de lo que mucha gente cree, los debates públicos suelen tener muchas aristas, lo cual hace difícil tomar partido con un sí o con un no. En el caso de las estatuas no es fácil decir: estoy, o no estoy, de acuerdo. Hay que hilar más delgado. Esta, entonces, es una columna sobre la complejidad de los debates públicos; sobre la necesidad de incluir matices, condiciones, atenuantes, glosas. Es también una columna para sospechar de periodistas y agitadores de redes sociales que, al poner la realidad en su versión de caricatura, le dan aliento a la mentalidad iconoclasta; una mentalidad que no ayuda a mejorar la memoria que tenemos del pasado, ni a sanar sus heridas.