Si de lo que se trata es de dejar abierto lo necesario para pasar la cuarentena, como mercados y farmacias, las librerías deberían estar abiertas. Me podrán objetar tres cosas: primero, que tal medida aumentaría el peligro de contagio; segundo, que es una propuesta elitista, y tercero, que viola el principio de igualdad con el resto del comercio.
En cuanto a lo primero, no creo que se aumente significativamente el riesgo de contagio. Habría restricciones similares a las que existen para los supermercados y las farmacias. Podrían incluso ser más estrictas: por ejemplo, que cada local sea atendido por un par de libreros, que se comunicarán con los lectores a través de una página web o por teléfono, para recibir las órdenes de libros, los cuales podrán ser enviados durante el día o el comprador podrá pasar a recogerlos. Esto es lo que están haciendo los restaurantes hoy en Europa.
Lo segundo es el elitismo. Es cierto que en Colombia se lee muy poco. En Bogotá, que es donde más lectores hay, solo existen dos librerías por 100.000 habitantes, cuando en Roma hay 15; en Buenos Aires, 22; en Toronto, 12; en Madrid, 16, y así por el estilo en la mayoría de las grandes ciudades del mundo. Leemos muy poco y, además, la lectura es un hábito de clase media alta. Pero, justamente, esta pobre situación debería ser un aliciente para diseñar una política pública de promoción masiva de la lectura, que contenga, entre otros puntos, ayudas a las librerías. Un encierro como este, con tiempo adicional de sobra para leer, debería ser una oportunidad, no un impedimento, para avanzar en ese proyecto.
En cuanto al principio de igualdad, lo que digo es que la excepción a la regla del encierro se justifica por las mismas razones que se justifica la apertura de las farmacias: por necesidad. En una situación normal, cuando las bibliotecas y las universidades están abiertas, comprar libros no es algo de primera necesidad; pero en una pandemia, cuando la gente está confinada en un espacio muy pequeño, leer es una suerte de liberación, que ayuda a soportar el encierro, a mejorar el entendimiento de lo que pasa y a despejar la mente.
Los aparatos electrónicos también distraen y entretienen, me dirán. Sí, pero no reemplazan a los libros, así en ellos se lea, incluso más. Leer un libro es una actividad mental lenta y concentrada, mientras que leer en una tableta o en un celular suele ser un ejercicio atomizado, disperso y fugaz. La calidad de lo que se lee en las pantallas es menor que en los libros (que tienen más filtros en su hechura) y las posibilidades de extravío mental, con información falsa o alucinada, son mayores. De otra parte, existe un problema de adicción a las pantallas (justo lo contrario de lo que pasa con los libros) que la cuarentena no puede sino agravar. Es difícil convencer a los jóvenes de lo que digo, pero deberían saber que los avances tecnológicos producen cambios que dejan de lado muchas cosas que eran provechosas y placenteras; la comida rápida acaba con el sabor de la comida lenta; los medios de transporte acaban con el placer de caminar; los celulares reducen las conversaciones cara a cara, etc. Ya les llegará el momento a los jóvenes de extrañar cosas de la vida tecnológica que hoy tienen.
En fin, para decirlo con el consabido cliché, las librerías alimentan el alma, y eso se traduce en salud mental, algo que hoy es tan importante como la salud que se ofrece en las farmacias.
Si de lo que se trata es de dejar abierto lo necesario para pasar la cuarentena, como mercados y farmacias, las librerías deberían estar abiertas. Me podrán objetar tres cosas: primero, que tal medida aumentaría el peligro de contagio; segundo, que es una propuesta elitista, y tercero, que viola el principio de igualdad con el resto del comercio.
En cuanto a lo primero, no creo que se aumente significativamente el riesgo de contagio. Habría restricciones similares a las que existen para los supermercados y las farmacias. Podrían incluso ser más estrictas: por ejemplo, que cada local sea atendido por un par de libreros, que se comunicarán con los lectores a través de una página web o por teléfono, para recibir las órdenes de libros, los cuales podrán ser enviados durante el día o el comprador podrá pasar a recogerlos. Esto es lo que están haciendo los restaurantes hoy en Europa.
Lo segundo es el elitismo. Es cierto que en Colombia se lee muy poco. En Bogotá, que es donde más lectores hay, solo existen dos librerías por 100.000 habitantes, cuando en Roma hay 15; en Buenos Aires, 22; en Toronto, 12; en Madrid, 16, y así por el estilo en la mayoría de las grandes ciudades del mundo. Leemos muy poco y, además, la lectura es un hábito de clase media alta. Pero, justamente, esta pobre situación debería ser un aliciente para diseñar una política pública de promoción masiva de la lectura, que contenga, entre otros puntos, ayudas a las librerías. Un encierro como este, con tiempo adicional de sobra para leer, debería ser una oportunidad, no un impedimento, para avanzar en ese proyecto.
En cuanto al principio de igualdad, lo que digo es que la excepción a la regla del encierro se justifica por las mismas razones que se justifica la apertura de las farmacias: por necesidad. En una situación normal, cuando las bibliotecas y las universidades están abiertas, comprar libros no es algo de primera necesidad; pero en una pandemia, cuando la gente está confinada en un espacio muy pequeño, leer es una suerte de liberación, que ayuda a soportar el encierro, a mejorar el entendimiento de lo que pasa y a despejar la mente.
Los aparatos electrónicos también distraen y entretienen, me dirán. Sí, pero no reemplazan a los libros, así en ellos se lea, incluso más. Leer un libro es una actividad mental lenta y concentrada, mientras que leer en una tableta o en un celular suele ser un ejercicio atomizado, disperso y fugaz. La calidad de lo que se lee en las pantallas es menor que en los libros (que tienen más filtros en su hechura) y las posibilidades de extravío mental, con información falsa o alucinada, son mayores. De otra parte, existe un problema de adicción a las pantallas (justo lo contrario de lo que pasa con los libros) que la cuarentena no puede sino agravar. Es difícil convencer a los jóvenes de lo que digo, pero deberían saber que los avances tecnológicos producen cambios que dejan de lado muchas cosas que eran provechosas y placenteras; la comida rápida acaba con el sabor de la comida lenta; los medios de transporte acaban con el placer de caminar; los celulares reducen las conversaciones cara a cara, etc. Ya les llegará el momento a los jóvenes de extrañar cosas de la vida tecnológica que hoy tienen.
En fin, para decirlo con el consabido cliché, las librerías alimentan el alma, y eso se traduce en salud mental, algo que hoy es tan importante como la salud que se ofrece en las farmacias.