Ni la diplomacia ni la compasión han servido para contener el horror de la ofensiva militar de Israel en Gaza. En medio de la desesperanza, trato de entender lo mucho que hay de trágico, de infame y de insensato en este conflicto. De eso hablaré en esta columna.
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Ni la diplomacia ni la compasión han servido para contener el horror de la ofensiva militar de Israel en Gaza. En medio de la desesperanza, trato de entender lo mucho que hay de trágico, de infame y de insensato en este conflicto. De eso hablaré en esta columna.
Empiezo por lo trágico. Israelíes y palestinos comparten una historia y un territorio desde hace miles de años, pero la política y la religión han malogrado lo que de común, incluso de hermandad, había en la historia de estos pueblos. El fracaso prolongado de las negociaciones de paz empoderó a los líderes políticos extremistas en cada uno de los dos bandos. Hamás, el grupo terrorista, desplazó a la Autoridad Palestina e impuso su ley de hierro en Gaza. La extrema derecha israelí, por su parte, y lo digo con palabras de Yuval Noah Harari, construyó “una coalición de fanáticos mesiánicos y sinvergüenzas oportunistas” que impuso a un Gobierno populista apoyado en teorías conspirativas. A medida que los extremistas de ambos bandos fueron tomando las riendas del poder, las voces moderadas, entre ellas las de los partidarios de la creación de dos Estados, fueron silenciadas. Eso es lo trágico: la enemistad complementaria, el empoderamiento simétrico de los que, en cada bando, predican la eliminación del otro.
Lo infame es, para empezar, el ataque terrorista de Hamás perpetrado el 7 de octubre pasado. Pero también lo es la manera como el Gobierno de Israel ha respondido a esa atrocidad. Casi toda la población de Gaza ha sido desplazada. Más de 24.000 personas han muerto, de las cuales una tercera parte son niños. Los sistemas de agua, electricidad, comunicaciones, salud y educación han prácticamente colapsado. A esto se suman décadas de arrinconamiento a la población palestina y una negación sistemática de su legítimo derecho a tener un Estado. Israel ha cometido crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y estamos frente a un riesgo real de genocidio. Por eso debe parar su ofensiva actual.
Por último, lo insensato. Los radicales de ambas partes, al tratar de eliminar a su enemigo, no solo fracasan, sino que, en el mediano y largo plazo, deterioran sus propias condiciones de seguridad. Los intentos de aniquilación de un pueblo suelen ser contraproducentes porque cohesionan a las víctimas y acrecientan su empeño bélico. ¿Cuántos de los cientos de miles de jóvenes que hoy padecen los ataques de Israel han anidado en sus corazones la idea de que cuando crezcan harán cualquier cosa, incluso inmolarse en un atentado, para vengar a su pueblo? Muchos judíos alrededor del mundo (solo la mitad de ellos viven en Israel) tienen buenos motivos para sentirse hoy más inseguros a causa de la manera como el Gobierno de Israel ha conducido la guerra en Gaza. Netanyahu y su séquito de fanáticos, dice Harari, fueron prevenidos por los servicios de inteligencia sobre la mayor vulnerabilidad del país frente a ataques externos derivada de sus políticas guerreristas, pero ellos “se burlaron de los expertos e ignoraron todos sus avisos”.
Claro, también existe la posibilidad de que, cuando se calmen las aguas, se imponga la idea de no repetir el pasado y Netanyahu y los líderes de Hamás sean desplazados por fuerzas políticas que logren una salida negociada que conduzca a la creación de un Estado palestino. Si bien esto es posible, es también poco probable, dada la ausencia casi total de instituciones internacionales que puedan canalizar estas negociaciones.
Quisiera ser más optimista, pero es difícil destrabar una situación en la que hay tanto de trágico, de infame y de absurdo.