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MUCHOS HAN ELOGIADO ESTA SEMAna la Constitución de 1991 en las vísperas de la celebración de los veinte años de su promulgación. Esto no debe hacernos olvidar, sin embargo, que en Colombia también hay quienes se oponen a la Constitución y que son muchos y de muy diversa índole.
La mayoría de ellos se encuentra a la derecha del espectro político. Tres personajes sobresalen en este grupo. El primero, alguien que podríamos llamar jurista nostálgico, añora la época en la cual los jueces no intervenían en temas que tuvieran impacto político (no existía la Corte Constitucional) y los derechos eran, según él, precisos y se aplicaban a través de las leyes (no existía la tutela). El segundo, llamémoslo economista restrictivo, ve con horror cómo hoy en día los jueces, fundados en la Constitución, afecten los presupuestos públicos para proteger los derechos sociales, sin tener, según él, ni el conocimiento, ni la legitimidad política para afectar el gasto público. El tercero, digámosle católico retrógrado, no entiende cómo, en una sociedad creyente y tradicional como la colombiana, se promulgó una constitución que no sólo reconoce la igualdad de culturas y de credos, destronando así a la Iglesia católica, sino que protege las expresiones inmorales (según él) del libre desarrollo de la personalidad.
En la izquierda también hay críticos de la Constitución del 91. El más típico de ellos es el utopista desilusionado, un personaje que no le perdona a la Carta política que en estos veinte años no haya cumplido con su promesa de crear un país en paz y con justicia social; por eso piensa que esta constitución, como las anteriores, es ante todo una herramienta de legitimación del poder económico dominante.
Hay otro personaje de izquierda que, si bien en principio es un defensor de la Carta, termina siendo un crítico de la jurisprudencia constitucional. Me refiero al constitucionalista intransigente: según él, los derechos contemplados en la Carta son normas de obligatorio e inmediato cumplimiento (como un código de tránsito) y por lo tanto no deben ser exigidos de manera progresiva y de acuerdo con un mínimo principio de realidad, como lo hace la Corte, sino siempre y de manera inmediata, como si estuviéramos en Alemania.
Estos personajes (no son los únicos, hay otros) tienen razones muy diferentes para oponerse a la Constitución. Las tres más importantes son estas: 1) no creen en el modelo de sociedad plasmado en la Carta del 91 (como el católico retrógrado); 2) no están de acuerdo con el control judicial de la ley y de las mayorías políticas (como el economista restrictivo y del jurista nostálgico) o 3) creen que las constituciones son una de dos: o motores de cambio social o engaños para legitimar a los que mandan (como el utopista desilusionado y el constitucionalista intransigente).
Contra la primera de estas razones es muy poco lo que se puede hacer, fuera de invocar la tolerancia y la igualdad ciudadanía. Contra el segundo es importante explicar, de manera sencilla, la justificación política que tiene el control de constitucionalidad, lo cual no siempre es fácil. Contra el tercero, hay que sostener una idea modesta pero firme de constitución, entendida como un derrotero político que hay que defender y no simplemente como una varita mágica que puede cambiar la sociedad a su antojo.
Con esta tipología de críticos no quiero insinuar que la Constitución del 91 es perfecta, ni mucho menos que así lo sea la jurisprudencia de la Corte. Tan sólo quiero mostrar que el debate constitucional en Colombia es más complejo de lo que parece y que no todo el que critica la Constitución piensa lo mismo de ella.