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Un debate no es lo mismo que una pelea. Es cierto que en ambos casos hay enfrentamiento, pero son cosas distintas. En el debate hay un intercambio de argumentos críticos con el propósito de esclarecer algo. La idea subyacente aquí es que la discusión razonada mejora el entendimiento de los temas que se discuten y eso debido a que, como dice Stuart Mill, las malas ideas salen derrotadas y las buenas vencedoras. La pelea, en cambio, no está guiada por la lógica de entender, sino por la de derrotar; lo que se intercambia son ataques, descalificaciones o insultos con el objetivo de amilanar, humillar o acallar. Es cierto que en un debate puede haber algo de descalificación y que en una pelea puede haber algo de argumentación, pero son cosas marginales.
Digo esto pensando en el debate del martes pasado entre Kamala Harris y Donald Trump. No fue un debate sino una pelea, incitada por Trump, quien ha hecho fortuna reemplazando la deliberación por el ataque efectista, plagado de mentiras y destinado a descalificar al oponente. En esta ocasión, dijo cosas tan descabelladas como que en Springfield, Ohio, los inmigrantes haitianos están matando a los perros y a los gatos para comérselos; que algunos gobernadores demócratas están de acuerdo en practicar abortos a los nueve meses de gestación o incluso en matar al niño recién nacido; que en los últimos tres años y medio, desde que los demócratas marxistas se robaron las elecciones, Estados Unidos se convirtió en una nación fracasada; y que si él no es elegido, habrá una tercera guerra mundial.
Harris, que sabía cómo iba a ser la cosa con Trump, se preparó para enfrentarlo copiando su táctica de responder para lapidar. Lo tildó de mentiroso, deshonesto, inmoral, de ser una desgracia para el país y el hazmerreír de los gobernantes europeos. En un par de ocasiones se lamentó de la falta de argumentos, pero esos llamados a la sensatez fueron marginales y lo que predominó fue el intercambio de recriminaciones.
Es fácil concluir diciendo que la degradación del debate se debe a que Trump es un patán. Si así fuera, el asunto sería menos preocupante. Desafortunadamente, Trump es la expresión de un fenómeno mucho más profundo y estructural: la captura de la política por el espectáculo, del debate democrático por la pelea de culebrón, de la argumentación por el rating y de los líderes políticos por los influenciadores. Lo que hoy funciona es lo que vende, y la pelea vende más que la deliberación. Por eso los periodistas, más interesados en el crecimiento de sus audiencias que en cualquier otra cosa, son parte fundamental del deterioro del debate democrático. El New York Times, CNN o Fox News se empeñan, por lo general, en reproducir la pelea, no en facilitar el intercambio de argumentos; no les interesa entender lo que pasa, menos aún ayudar a resolver problemas, sino atraer la atención del público. Por eso, al día siguiente del encuentro, no se preguntaron, con la lógica del debate, cuál de los candidatos convenció al público, sino, con la lógica de la pelea, quién fue el ganador y, claro, cada uno proclamó vencedor al de sus preferencias.
La degradación de los debates presidenciales no se debe a Trump o, en todo caso, no solo a él, sino a la captura de la política y del periodismo por parte del mercado de las redes sociales. Uno de los muchos peligros que tendría el regreso de Trump al poder es que terminará por convencer a muchos aspirantes a presidente de que para ganar las elecciones las buenas ideas sobran y lo que hay que hacer es comportarse como un influenciador exitoso, o como un patán. ¿No fue eso lo que hizo Milei?