Mi padre, Jaime García Isaza, murió el martes pasado en Medellín, después de haber sido atropellado por una moto en la calle San Juan.
Yo quería aprovechar esta columna para hablar de él; para explicar la persona maravillosa que fue; para decir, por ejemplo, que era un liberal de convicción (no de partido) y un escéptico razonable y tolerante que despreciaba la injusticia tanto como el dogmatismo; que empezó a cuidar de la naturaleza mucho antes de que el ambientalismo fuera una urgencia; que se pasó la vida haciendo un proyecto social para que los campesinos comieran carne de conejo, limpia y barata, pero que la burocracia agropecuaria de este país nunca le paró bolas; que un día decidió, en su pequeña finca de Arma, Caldas, acabar con el café y con el ganado y sembrar árboles nativos para que brotara el agua, como hoy brota, a chorros, y que vivió feliz, rodeado del amor de su familia y de sus amigos.
Pero no voy a hablar de estas cosas, que para mí son la vida misma, pero que para mucha gente no tienen nada de excepcional. Hay millones de personas como yo que han tenido la fortuna de haber sido criados por un padre maravilloso.
Lo que sí voy a hacer es hablar del desangre social que representan los accidentes de moto en Colombia. Empiezo diciendo que en un país en donde el transporte público es malo o inexistente, las motos han sido una bendición para mucha gente pobre. Comprar una moto en Colombia es muy fácil; no se necesita dinero para la cuota inicial y ni siquiera se requiere tener permiso de conducción (las comercializadoras se encargan de eso). De ahí el crecimiento exponencial del negocio: en 2004 se vendieron 164.000 motos; en 2013, 660.000, cuatro veces más. En muchas partes del país las motos han acabado con los buses.
Nada de esto sería grave si no estuviera acompañado de una violencia monumental, de la cual los motociclistas son a la vez víctimas y victimarios. Aquí están algunas cifras. En Colombia mueren más de 6.000 personas cada año en accidentes de tránsito. El 40 % de esos muertos (2.400) son motociclistas y el 37% son peatones, como mi padre. No pude encontrar el dato exacto, pero uno de los agentes de tránsito que atendió a mi papá me dijo que en Colombia mueren 800 personas al año arrolladas por motos, la mayoría de ellas de la tercera edad. Si eso es así, el total de muertes por accidentes con motos asciende a 3.200 por año. Esa cifra es similar a la de las muertes de la guerra: unas 3.500 en promedio anual desde 1984. Más impresionante aún, la guerra y los accidentes de moto tienen tendencias inversas: en el 2006 murieron 2.165 combatientes y 1.648 motociclistas; en el 2013, en cambio, murieron 341 combatientes y 2.754 motociclistas.
El Estado es responsable de todo esto por una doble omisión: primero por no garantizar un transporte público decente (ni siquiera en Bogotá), y segundo por no afrontar las consecuencias de su omisión, es decir, por no regular la explosión de motos que se origina en su incapacidad para crear un transporte público decente. El resultado de estas dos omisiones es un problema monumental de salud pública que consume una parte importante del PIB y que causa un dolor inmenso en la población, sobre todo en los más pobres. Lo peor es que, como los muertos de esta tragedia son a cuentagotas, están dispersos por todo el territorio y no son el producto de un actor armado o de una catástrofe natural, sino de la falta de regulación, la tragedia no se ve. Es una tragedia sorda e implacable que a nuestra clase dirigente, indolente y torpe, le importa poco, en buena parte porque la mayoría de las víctimas son jóvenes pobres e impetuosos o viejos indefensos, como mi padre.
Mi padre, Jaime García Isaza, murió el martes pasado en Medellín, después de haber sido atropellado por una moto en la calle San Juan.
Yo quería aprovechar esta columna para hablar de él; para explicar la persona maravillosa que fue; para decir, por ejemplo, que era un liberal de convicción (no de partido) y un escéptico razonable y tolerante que despreciaba la injusticia tanto como el dogmatismo; que empezó a cuidar de la naturaleza mucho antes de que el ambientalismo fuera una urgencia; que se pasó la vida haciendo un proyecto social para que los campesinos comieran carne de conejo, limpia y barata, pero que la burocracia agropecuaria de este país nunca le paró bolas; que un día decidió, en su pequeña finca de Arma, Caldas, acabar con el café y con el ganado y sembrar árboles nativos para que brotara el agua, como hoy brota, a chorros, y que vivió feliz, rodeado del amor de su familia y de sus amigos.
Pero no voy a hablar de estas cosas, que para mí son la vida misma, pero que para mucha gente no tienen nada de excepcional. Hay millones de personas como yo que han tenido la fortuna de haber sido criados por un padre maravilloso.
Lo que sí voy a hacer es hablar del desangre social que representan los accidentes de moto en Colombia. Empiezo diciendo que en un país en donde el transporte público es malo o inexistente, las motos han sido una bendición para mucha gente pobre. Comprar una moto en Colombia es muy fácil; no se necesita dinero para la cuota inicial y ni siquiera se requiere tener permiso de conducción (las comercializadoras se encargan de eso). De ahí el crecimiento exponencial del negocio: en 2004 se vendieron 164.000 motos; en 2013, 660.000, cuatro veces más. En muchas partes del país las motos han acabado con los buses.
Nada de esto sería grave si no estuviera acompañado de una violencia monumental, de la cual los motociclistas son a la vez víctimas y victimarios. Aquí están algunas cifras. En Colombia mueren más de 6.000 personas cada año en accidentes de tránsito. El 40 % de esos muertos (2.400) son motociclistas y el 37% son peatones, como mi padre. No pude encontrar el dato exacto, pero uno de los agentes de tránsito que atendió a mi papá me dijo que en Colombia mueren 800 personas al año arrolladas por motos, la mayoría de ellas de la tercera edad. Si eso es así, el total de muertes por accidentes con motos asciende a 3.200 por año. Esa cifra es similar a la de las muertes de la guerra: unas 3.500 en promedio anual desde 1984. Más impresionante aún, la guerra y los accidentes de moto tienen tendencias inversas: en el 2006 murieron 2.165 combatientes y 1.648 motociclistas; en el 2013, en cambio, murieron 341 combatientes y 2.754 motociclistas.
El Estado es responsable de todo esto por una doble omisión: primero por no garantizar un transporte público decente (ni siquiera en Bogotá), y segundo por no afrontar las consecuencias de su omisión, es decir, por no regular la explosión de motos que se origina en su incapacidad para crear un transporte público decente. El resultado de estas dos omisiones es un problema monumental de salud pública que consume una parte importante del PIB y que causa un dolor inmenso en la población, sobre todo en los más pobres. Lo peor es que, como los muertos de esta tragedia son a cuentagotas, están dispersos por todo el territorio y no son el producto de un actor armado o de una catástrofe natural, sino de la falta de regulación, la tragedia no se ve. Es una tragedia sorda e implacable que a nuestra clase dirigente, indolente y torpe, le importa poco, en buena parte porque la mayoría de las víctimas son jóvenes pobres e impetuosos o viejos indefensos, como mi padre.