Edwin Dagua Ipia nació en el municipio de Caloto, al norte del departamento del Cauca. Fue el sexto de siete hijos, en una familia de cultivadores de café. De niño le gustaba jugar fútbol, montar en bicicleta y leer. Al final de sus estudios de bachillerato se empezó a interesar por la historia de su pueblo, el pueblo nasa, y por el movimiento indígena. Quienes lo conocieron en esos años notaron en él un carisma temprano y una gran capacidad de liderazgo, y pensaron que tales virtudes lo llevarían muy lejos. Tenían razón: poco a poco las autoridades indígenas le fueron delegando responsabilidades hasta que, en 2016, cuando tenía 26 años, fue elegido gobernador indígena del resguardo Huellas, recibiendo así “la chonta”, que es el símbolo tradicional de mando. Desde esa posición hizo lo posible por inculcar a los jóvenes una visión más comprometida con las tradiciones de su pueblo y con la defensa del territorio. Pero todo esto quedó frustrado el 7 de diciembre de 2018, cuando hombres armados lo interceptaron en la vereda La Buitrera y le propinaron varios disparos que acabaron con su vida. Tenía 28 años.
Edwin era amigo de Cristina Bautista Taquinás, otra líder indígena, que también llegó a ser gobernadora del resguardo y que también fue asesinada, diez meses más tarde, en hechos que conmovieron al país, entre otras cosas porque, antes de morir, había dicho esto: “Si nos quedamos callados nos matan y si hablamos, también… Entonces, hablamos”. Edwin Dagua y Cristina Bautista hacían parte de una nueva generación de jóvenes indígenas convencidos de que es necesario expulsar a todos los actores armados de sus territorios, no solo a las guerrillas sino también a los paramilitares y a los narcotraficantes. Ambos líderes encarnaban la templanza de las nuevas generaciones de indígenas que no negocian con los ilegales y que tienen una voluntad inquebrantable de sacar adelante a sus pueblos.
Según cifras oficiales confirmadas de la ONU, entre 2017 y 2019 fueron asesinados 339 líderes sociales en Colombia. Hasta el 19 de abril de este año, según la Defensoría del Pueblo, fueron asesinados 56 más. Michel Forst, el entonces relator de Naciones Unidas, dijo en febrero pasado que Colombia es uno de los países más peligrosos del mundo para la defensa de los derechos humanos. Con este escrito me uno a un grupo de columnistas que hemos querido hacer visibles las vidas, las luchas y las tragedias de estos líderes asesinados. Nuestro propósito es sensibilizar a los lectores sobre esta tragedia, para que no ocurra de manera callada, dispersa, que es como los asesinos quisieran que ocurriera.
Voy a terminar con algo que, si no estuviéramos en Colombia, sobraría, por obvio: la primera responsabilidad del Estado es proteger la vida de la gente. En todos los países ocurren asesinatos y a veces es imposible que el Estado pueda evitarlos. Pero los asesinatos de los líderes en Colombia no son hechos aislados, impredecibles e imposibles de anticipar. Todas las personas a las que consulté para escribir esta columna me dijeron que las muertes de Edwin y Cristina eran muertes anunciadas. En Colombia los gobiernos saben que los líderes sociales están siendo asesinados por grupos ilegales.
La responsabilidad del Estado es todavía más evidente si tenemos en cuenta que muchos de esos líderes, como Cristina y Edwin, mueren intentando hacer lo que el Estado no hace, a pesar de ser su responsabilidad más esencial: expulsar a los grupos armados de los territorios y proteger la vida de los pobladores. No solo eso, lo hacen sin armas, como héroes, y, como si fuera poco, la sociedad los olvida.
Edwin Dagua Ipia nació en el municipio de Caloto, al norte del departamento del Cauca. Fue el sexto de siete hijos, en una familia de cultivadores de café. De niño le gustaba jugar fútbol, montar en bicicleta y leer. Al final de sus estudios de bachillerato se empezó a interesar por la historia de su pueblo, el pueblo nasa, y por el movimiento indígena. Quienes lo conocieron en esos años notaron en él un carisma temprano y una gran capacidad de liderazgo, y pensaron que tales virtudes lo llevarían muy lejos. Tenían razón: poco a poco las autoridades indígenas le fueron delegando responsabilidades hasta que, en 2016, cuando tenía 26 años, fue elegido gobernador indígena del resguardo Huellas, recibiendo así “la chonta”, que es el símbolo tradicional de mando. Desde esa posición hizo lo posible por inculcar a los jóvenes una visión más comprometida con las tradiciones de su pueblo y con la defensa del territorio. Pero todo esto quedó frustrado el 7 de diciembre de 2018, cuando hombres armados lo interceptaron en la vereda La Buitrera y le propinaron varios disparos que acabaron con su vida. Tenía 28 años.
Edwin era amigo de Cristina Bautista Taquinás, otra líder indígena, que también llegó a ser gobernadora del resguardo y que también fue asesinada, diez meses más tarde, en hechos que conmovieron al país, entre otras cosas porque, antes de morir, había dicho esto: “Si nos quedamos callados nos matan y si hablamos, también… Entonces, hablamos”. Edwin Dagua y Cristina Bautista hacían parte de una nueva generación de jóvenes indígenas convencidos de que es necesario expulsar a todos los actores armados de sus territorios, no solo a las guerrillas sino también a los paramilitares y a los narcotraficantes. Ambos líderes encarnaban la templanza de las nuevas generaciones de indígenas que no negocian con los ilegales y que tienen una voluntad inquebrantable de sacar adelante a sus pueblos.
Según cifras oficiales confirmadas de la ONU, entre 2017 y 2019 fueron asesinados 339 líderes sociales en Colombia. Hasta el 19 de abril de este año, según la Defensoría del Pueblo, fueron asesinados 56 más. Michel Forst, el entonces relator de Naciones Unidas, dijo en febrero pasado que Colombia es uno de los países más peligrosos del mundo para la defensa de los derechos humanos. Con este escrito me uno a un grupo de columnistas que hemos querido hacer visibles las vidas, las luchas y las tragedias de estos líderes asesinados. Nuestro propósito es sensibilizar a los lectores sobre esta tragedia, para que no ocurra de manera callada, dispersa, que es como los asesinos quisieran que ocurriera.
Voy a terminar con algo que, si no estuviéramos en Colombia, sobraría, por obvio: la primera responsabilidad del Estado es proteger la vida de la gente. En todos los países ocurren asesinatos y a veces es imposible que el Estado pueda evitarlos. Pero los asesinatos de los líderes en Colombia no son hechos aislados, impredecibles e imposibles de anticipar. Todas las personas a las que consulté para escribir esta columna me dijeron que las muertes de Edwin y Cristina eran muertes anunciadas. En Colombia los gobiernos saben que los líderes sociales están siendo asesinados por grupos ilegales.
La responsabilidad del Estado es todavía más evidente si tenemos en cuenta que muchos de esos líderes, como Cristina y Edwin, mueren intentando hacer lo que el Estado no hace, a pesar de ser su responsabilidad más esencial: expulsar a los grupos armados de los territorios y proteger la vida de los pobladores. No solo eso, lo hacen sin armas, como héroes, y, como si fuera poco, la sociedad los olvida.