La teoría de las ventajas comparativas, formulada a principios del siglo XIX por David Ricardo, dice algo muy sencillo: los países deben producir y exportar los bienes que fabrican a menor costo e importar el resto. Si su país tiene buenos zapateros y malos sastres, debe vender zapatos e importar vestidos. Así las cosas, ¿qué deberíamos exportar nosotros? Durante casi todo el siglo XX se pensó que lo nuestro era el café y otros pocos productos agrícolas. Los gobiernos de las últimas décadas, sin embargo, cambiaron esa vocación por la minería y, fieles a eso, otorgaron títulos mineros a diestra y siniestra. Muchos de los poseedores de esos títulos hacen hoy hasta lo imposible por obtener las licencias que les permitan sacar el oro y el cobre que se esconde debajo de las laderas tibias y fértiles donde se cultiva el café.
Una de esas laderas está en el suroeste antioqueño, en el municipio de Jericó. Conozco bien ese paraje, por haber recorrido muchas veces sus montañas, a pie y a caballo, desde que era niño, en compañía de mis amigos y de mi familia. Jericó y sus montañas es uno de los sitios más bellos que conozco: la vegetación está llena de árboles inmensos y de innumerables especies de pájaros, insectos y flores, todo ello en medio de un clima tibio que abastece de sol y agua en la dosis perfecta para que la naturaleza florezca a sus anchas. Por sus quebradas de grandes piedras negras, como elefantes dormidos, descienden aguas cristalinas que luego se sosiegan cuando desembocan en el río Cartama, un afluente del Cauca que tiene sabaletas y orillas de arena blanca. En las últimas décadas, los habitantes de este municipio han tomado conciencia de la increíble belleza del sitio en el que viven y por eso se han dedicado a embellecer sus pueblos, que ya eran bellos, empezando por Jericó, que hoy es un centro de turismo en donde se puede apreciar lo mejor de la tradición antioqueña.
Todo este paraíso terrenal está hoy amenazado por la AngloGold Ashanti, una multinacional de dudosa reputación que planea construir una mina inmensa en ese municipio. Buena parte de los políticos locales han sido cooptados por ella y a la población se le han prometido regalías fabulosas que, dicen, compensarán el inevitable menoscabo de la naturaleza que traerá consigo la mina. Pero las regalías son, valga la metáfora, pajaritos de oro: espejismos que no enriquecen a nadie (salvo a los mineros), como no se ha enriquecido, por ejemplo, la Guajira con la mina del Cerrejón, ni casi ningún país pobre que se dedique a exportar minerales.
La minería, ya lo deberíamos saber, por nuestros vecinos y por nuestra historia (desde la leyenda de El Dorado), no solo no produce desarrollo sino que, casi siempre, lo impide. El desarrollo perdurable requiere de esfuerzo e innovación. Los países que viven de la renta minera se vuelven perezosos, no crean industrias y pierden su creatividad; por eso terminan perdiendo.
Así pues, lo que parece una ventaja comparativa, el cobre o el oro, es en realidad una desventaja y lo que de hecho es una ventaja, el entorno natural, la belleza del paisaje y las costumbres de la gente, se pierde cuando llega la mina. Nuestras ventajas comparativas están al alcance de la vista, no enterradas en el subsuelo. Lo pongo en los términos de Ricardo: nuestra ventaja real, naturaleza más cultura, tiene un valor incalculable, mientras que la otra ventaja, el valor monetario del mineral, se esfuma en la banca internacional. Por eso deberíamos importar el cobre y vender turismo.
La teoría de las ventajas comparativas, formulada a principios del siglo XIX por David Ricardo, dice algo muy sencillo: los países deben producir y exportar los bienes que fabrican a menor costo e importar el resto. Si su país tiene buenos zapateros y malos sastres, debe vender zapatos e importar vestidos. Así las cosas, ¿qué deberíamos exportar nosotros? Durante casi todo el siglo XX se pensó que lo nuestro era el café y otros pocos productos agrícolas. Los gobiernos de las últimas décadas, sin embargo, cambiaron esa vocación por la minería y, fieles a eso, otorgaron títulos mineros a diestra y siniestra. Muchos de los poseedores de esos títulos hacen hoy hasta lo imposible por obtener las licencias que les permitan sacar el oro y el cobre que se esconde debajo de las laderas tibias y fértiles donde se cultiva el café.
Una de esas laderas está en el suroeste antioqueño, en el municipio de Jericó. Conozco bien ese paraje, por haber recorrido muchas veces sus montañas, a pie y a caballo, desde que era niño, en compañía de mis amigos y de mi familia. Jericó y sus montañas es uno de los sitios más bellos que conozco: la vegetación está llena de árboles inmensos y de innumerables especies de pájaros, insectos y flores, todo ello en medio de un clima tibio que abastece de sol y agua en la dosis perfecta para que la naturaleza florezca a sus anchas. Por sus quebradas de grandes piedras negras, como elefantes dormidos, descienden aguas cristalinas que luego se sosiegan cuando desembocan en el río Cartama, un afluente del Cauca que tiene sabaletas y orillas de arena blanca. En las últimas décadas, los habitantes de este municipio han tomado conciencia de la increíble belleza del sitio en el que viven y por eso se han dedicado a embellecer sus pueblos, que ya eran bellos, empezando por Jericó, que hoy es un centro de turismo en donde se puede apreciar lo mejor de la tradición antioqueña.
Todo este paraíso terrenal está hoy amenazado por la AngloGold Ashanti, una multinacional de dudosa reputación que planea construir una mina inmensa en ese municipio. Buena parte de los políticos locales han sido cooptados por ella y a la población se le han prometido regalías fabulosas que, dicen, compensarán el inevitable menoscabo de la naturaleza que traerá consigo la mina. Pero las regalías son, valga la metáfora, pajaritos de oro: espejismos que no enriquecen a nadie (salvo a los mineros), como no se ha enriquecido, por ejemplo, la Guajira con la mina del Cerrejón, ni casi ningún país pobre que se dedique a exportar minerales.
La minería, ya lo deberíamos saber, por nuestros vecinos y por nuestra historia (desde la leyenda de El Dorado), no solo no produce desarrollo sino que, casi siempre, lo impide. El desarrollo perdurable requiere de esfuerzo e innovación. Los países que viven de la renta minera se vuelven perezosos, no crean industrias y pierden su creatividad; por eso terminan perdiendo.
Así pues, lo que parece una ventaja comparativa, el cobre o el oro, es en realidad una desventaja y lo que de hecho es una ventaja, el entorno natural, la belleza del paisaje y las costumbres de la gente, se pierde cuando llega la mina. Nuestras ventajas comparativas están al alcance de la vista, no enterradas en el subsuelo. Lo pongo en los términos de Ricardo: nuestra ventaja real, naturaleza más cultura, tiene un valor incalculable, mientras que la otra ventaja, el valor monetario del mineral, se esfuma en la banca internacional. Por eso deberíamos importar el cobre y vender turismo.