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En Colombia se habla mucho de la crisis de la justicia y de las instituciones, pero se habla muy poco de la crisis de la profesión jurídica. Sin embargo, es imposible entender lo primero sin tener en cuenta lo segundo. Me explico.
Los profesionales del derecho se pueden desempañar como jueces, profesores, litigantes, asesores de empresas o funcionarios públicos. La calidad del derecho en un país depende de la cultura jurídica que anima a esos profesionales y de la aptitud que esa cultura tiene para promover la institucionalidad y la efectividad de la constitución y los derechos fundamentales.
En Colombia tenemos una profesión que no siempre cumple con esos propósitos. Con demasiada frecuencia el derecho es usado para defender intereses particulares e incluso para debilitar al Estado. Eso se debe, creo yo, a que la profesión jurídica está en buena medida capturada por los litigantes y asesores jurídicos que son, entre todos los profesionales del derecho, los menos inclinados a defender lo público y las instituciones.
El problema empieza con la enseñanza. La gran mayoría de los profesores de derecho son litigantes que no suelen ver en la docencia una vocación sino un cargo útil para ganar clientes. El litigante, además, enseña el derecho a partir de su visión particular, sesgada por el negocio, por las partes en conflicto y por la estrategia litigiosa. Hay por supuesto excepciones, algunas de ellas notables, pero son eso, excepciones.
Algo parecido ocurre en el mundo de la justicia: hay demasiados jueces y magistrados que vienen del litigio (o van para el litigio después) y que interpretan la ley con el sesgo particularista que es propio del litigante. Se calcula que solo el 40 % de los jueces y magistrados han hecho su carrera en la Rama Judicial. Es de suponer que una buena parte del 60% restante viene del litigio. No son pocos los abogados que quieren llegar a las altas Cortes con el propósito de convertirse en exmagistrados litigantes.
Lo mismo ocurre con cargos jurídicos del Estado, desde el Ministerio de Justicia hasta la Fiscalía, pasando por todos los cargos jurídicos del sector oficial. Muchos de esos cargos están ocupados por profesionales que vienen del litigio o de la asesoría a empresas. Aquí llegamos a la célebre puerta giratoria del Estado, en donde un funcionario público que trabaja e incluso crea normas en un determinado ámbito institucional (salud, infraestructura, minas, etc.) se convierte luego en un litigante o en un abogado empresarial para utilizar a su favor esas mismas normas que ayudó a crear.
Un ejemplo de lo que digo es el del abogado Néstor Humberto Martínez, quien es hoy candidato para la Fiscalía General de la Nación. Martínez ha pasado del mundo de los negocios al sector público con una facilidad impresionante. Ha sido superintendente y ministro de varias carteras; pero sobre todo ha sido abogado (uno de los más prestigiosos del país) y asesor jurídico de empresas, todo ello sin perder la memoria ni abandonar sus intereses cada vez que salta de un lado a otro. Pero Martínez no es el único. Que yo sepa, seis de los últimos nueve ministros de Justicia y cinco de los últimos siete fiscales eran litigantes y han vuelto a serlo después de desempeñarse como tales.
En países en donde el derecho se ejerce con seriedad, digamos en Alemania o Francia, la transitividad de un tipo de profesión jurídica a otro es casi inexistente. Los profesores de derecho son casi siempre profesores, los jueces son casi siempre jueces y los litigantes son siempre litigantes y, además, tienen un arraigado sentido de lo público, inculcado en las facultades de derecho. Nos falta mucho para llegar allá… y eso que no hablé de los estrechos vínculos que existen entre la profesión jurídica y la política.