Escribo esta columna a última hora, justo antes de que se venza el plazo para entregarla y después de haber escrito, en el vértigo de los acontecimientos actuales, tres versiones distintas que no me terminaron de convencer. Tal vez estamos demasiado cerca de los acontecimientos para poder tener un mejor juicio sobre lo que está pasando. Habrá que esperar un poco.
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Escribo esta columna a última hora, justo antes de que se venza el plazo para entregarla y después de haber escrito, en el vértigo de los acontecimientos actuales, tres versiones distintas que no me terminaron de convencer. Tal vez estamos demasiado cerca de los acontecimientos para poder tener un mejor juicio sobre lo que está pasando. Habrá que esperar un poco.
Pensando en eso de tomar distancia, creo que hay algo que se viene incubando desde hace muchos años, muchas décadas, y que está en el centro de las protestas actuales. Me refiero a la insatisfacción de los jóvenes, que son la gran mayoría de los que están protestando, a su sensación de que tienen un futuro incierto o, peor aún, ciertamente adverso, a su percepción de que están en una sociedad que no los reconoce, que los menosprecia.
En el centro de esas sensaciones está el problema de la educación o, mejor, de la falta de una educación de calidad que les permita ingresar al mercado laboral. En Colombia tenemos un sistema educativo muy particular, distribuido casi por partes iguales entre educación privada y educación pública. En muchos otros países, sobre todo en los más desarrollados, no ocurre eso y es el Estado el que tiene a su cargo la responsabilidad esencial de ofrecer educación a los niños y jóvenes. En Colombia, en cambio, hubo un aumento extraordinario de la oferta privada de educación que llevó al Estado a desentenderse del asunto. Es difícil valorar esta educación privada porque en ella hay mucha diversidad en términos de calidad, estratos sociales y orientación religiosa. Pero, en general, es una educación en la que el sentido comercial y la orientación doctrinaria pesan demasiado, lo cual no es bueno.
Pero quizás lo más particular del sistema educativo colombiano es la separación de las clases sociales. En Colombia los hijos de los ricos suelen estudiar en colegios exclusivos de buena calidad y los hijos de los pobres, en colegios públicos o privados de regular o mala calidad. Cuando se trata de campesinos pobres, alejados de los centros urbanos, de indígenas o de comunidades negras, la segregación es incluso más dramática. Los espacios de educación pluriclasista, en los que confluyen todas las clases sociales para recibir una buena educación son escasos, incluso son cada vez más escasos. Mientras en las grandes democracias del mundo la educación sirvió, entre otras cosas, para formar ciudadanos, o por lo menos para limar los recelos y los miedos entre las clases sociales, en Colombia tenemos una educación segregada que reproduce las clases sociales y la desconfianza entre ellas.
Los gobiernos, las élites y la sociedad en general han visto esta situación con indolencia, como si se tratara de hechos normales. ¿Hace cuántas décadas que el Estado no construye un gran campus universitario como el de la Universidad Nacional en Bogotá o el de la Universidad de Antioquia en Medellín? La universidad pública tiene un presupuesto congelado desde 1993, es decir, hace casi 30 años. Desde la década de los 70 los gobiernos y las élites de este país ven con desconfianza y menosprecio a los jóvenes de las universidades públicas y tienen una visión simplista, casi de caricatura, de sus aspiraciones y de su manera de pensar. Estas marchas son, entre otras muchas cosas, una protesta contra esa falta de reconocimiento.
Digo todo esto tratando de entender lo que están sintiendo los jóvenes que marchan y para mostrar que no solo tienen rabia y miedo sino también esperanza. Una esperanza que es la del país mismo. Ojalá el Gobierno y la sociedad los oigan.