Hace cincuenta años, la clase media y alta de Medellín vivía en casas amplias y con jardines en el barrio Laureles y en el centro de la ciudad. En la década de los ochenta, esas familias, en busca de mayor seguridad, emigraron hacia El Poblado, al sur de la ciudad y desde hace un par de décadas, por causa de la congestión vial y la contaminación, se empezaron a trasladar a condominios ubicados en la parte sur del Valle de San Nicolás, entre los municipios de El Retiro, La Ceja y Rionegro.
Más o menos unas cien mil personas vivían en el valle de San Nicolás a mediados del siglo pasado; hoy son más de 500 mil y se calcula que en diez años habrá más de un millón. Solo entre 1985 y 2017 la población creció en un 62 %, lo cual se refleja en la parte del territorio urbanizada (huella urbana) que, en 1995 era de 9 km² y este año es de 40 km². Dado que no hay una entidad reguladora supramunicipal que coordine semejante expansión, el crecimiento ha sido caótico, con implicaciones nefastas para el medio ambiente y la movilidad. El futuro del agua, por ejemplo, es bien oscuro. Casi todo el recurso hídrico del valle nace en los Montes de San Nicolás, que están ubicados en la parte sur del valle. El consumo global de agua en el municipio de La Ceja, ubicado en la parte norte, fue de 2′211.828 m³ en 2013 y, según las proyecciones oficiales, será de 7′144.989 m³ para 2030. Ese crecimiento corre paralelo a la reducción de las fuentes hídricas. Al revisar los mapas de los municipios se observa una reducción notable de la zona boscosa. Ambos fenómenos, crecimiento poblacional y reducción del bosque, crean una situación medioambiental insostenible. Para mantener los niveles de consumo actual habría que tomar dos medidas urgentes: ampliar el bosque y limitar el crecimiento de las parcelaciones en el piedemonte.
Contra este sentido común, elemental por lo demás, conspiran tres prácticas institucionales: 1) el aumento exponencial del otorgamiento de licencias para la construcción de parcelaciones y urbanizaciones, que surge del interés de los alcaldes de aumentar los ingresos provenientes del impuesto predial; 2) la alianza entre las compañías constructoras y urbanizadoras y concejales y alcaldes responsables de las modificaciones de los planes de ordenamiento territorial; y 3) la incapacidad de Cornare (Corporación Autónoma Regional de la jurisdicción del Valle de San Nicolás) para conservar las áreas protegidas, bien sea porque sus permisos ambientales no impiden que la urbanización avance (por aquello de que “es mejor pedir perdón que pedir permiso”), o bien porque Cornare es incapaz de oponerse, por razones políticas, a la dinámica municipal de otorgamiento de licencias. Dado el deterioro de las condiciones ambientales en el valle de San Nicolás, es probable que en un par de décadas veamos a las clases medias y altas migrar hacia otro valle.
En la burguesía antioqueña hay algo de voracidad y sus recurrentes desplazamientos espaciales son prueba de ello: se asientan en un sitio hasta que el deterioro de las condiciones de vida, en parte causado por ellas mismas, los obliga a irse a vivir a otra parte, en donde vuelve a pasar lo mismo. Nada de esto ocurre sin la complicidad de un Estado incapaz de ponerle coto a la avidez privada. Lo pongo en términos más concretos: si las administraciones públicas locales y las clases pudientes del Oriente antioqueño no hacen un pacto para ampliar los bosques que nutren el agua que necesitarán las generaciones futuras, tendrán que buscar otro sitio para vivir; y tal vez no lo encuentren.
Hace cincuenta años, la clase media y alta de Medellín vivía en casas amplias y con jardines en el barrio Laureles y en el centro de la ciudad. En la década de los ochenta, esas familias, en busca de mayor seguridad, emigraron hacia El Poblado, al sur de la ciudad y desde hace un par de décadas, por causa de la congestión vial y la contaminación, se empezaron a trasladar a condominios ubicados en la parte sur del Valle de San Nicolás, entre los municipios de El Retiro, La Ceja y Rionegro.
Más o menos unas cien mil personas vivían en el valle de San Nicolás a mediados del siglo pasado; hoy son más de 500 mil y se calcula que en diez años habrá más de un millón. Solo entre 1985 y 2017 la población creció en un 62 %, lo cual se refleja en la parte del territorio urbanizada (huella urbana) que, en 1995 era de 9 km² y este año es de 40 km². Dado que no hay una entidad reguladora supramunicipal que coordine semejante expansión, el crecimiento ha sido caótico, con implicaciones nefastas para el medio ambiente y la movilidad. El futuro del agua, por ejemplo, es bien oscuro. Casi todo el recurso hídrico del valle nace en los Montes de San Nicolás, que están ubicados en la parte sur del valle. El consumo global de agua en el municipio de La Ceja, ubicado en la parte norte, fue de 2′211.828 m³ en 2013 y, según las proyecciones oficiales, será de 7′144.989 m³ para 2030. Ese crecimiento corre paralelo a la reducción de las fuentes hídricas. Al revisar los mapas de los municipios se observa una reducción notable de la zona boscosa. Ambos fenómenos, crecimiento poblacional y reducción del bosque, crean una situación medioambiental insostenible. Para mantener los niveles de consumo actual habría que tomar dos medidas urgentes: ampliar el bosque y limitar el crecimiento de las parcelaciones en el piedemonte.
Contra este sentido común, elemental por lo demás, conspiran tres prácticas institucionales: 1) el aumento exponencial del otorgamiento de licencias para la construcción de parcelaciones y urbanizaciones, que surge del interés de los alcaldes de aumentar los ingresos provenientes del impuesto predial; 2) la alianza entre las compañías constructoras y urbanizadoras y concejales y alcaldes responsables de las modificaciones de los planes de ordenamiento territorial; y 3) la incapacidad de Cornare (Corporación Autónoma Regional de la jurisdicción del Valle de San Nicolás) para conservar las áreas protegidas, bien sea porque sus permisos ambientales no impiden que la urbanización avance (por aquello de que “es mejor pedir perdón que pedir permiso”), o bien porque Cornare es incapaz de oponerse, por razones políticas, a la dinámica municipal de otorgamiento de licencias. Dado el deterioro de las condiciones ambientales en el valle de San Nicolás, es probable que en un par de décadas veamos a las clases medias y altas migrar hacia otro valle.
En la burguesía antioqueña hay algo de voracidad y sus recurrentes desplazamientos espaciales son prueba de ello: se asientan en un sitio hasta que el deterioro de las condiciones de vida, en parte causado por ellas mismas, los obliga a irse a vivir a otra parte, en donde vuelve a pasar lo mismo. Nada de esto ocurre sin la complicidad de un Estado incapaz de ponerle coto a la avidez privada. Lo pongo en términos más concretos: si las administraciones públicas locales y las clases pudientes del Oriente antioqueño no hacen un pacto para ampliar los bosques que nutren el agua que necesitarán las generaciones futuras, tendrán que buscar otro sitio para vivir; y tal vez no lo encuentren.