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Fue muy emocionante ver a la selección Colombia en la Copa América. Tal vez este es el mejor equipo de fútbol que ha tenido el país en toda su historia y eso explica el sentimiento de unidad nacional tan fuerte y refrescante que despertó. Pero al día siguiente del partido vimos los desastres causados por hinchas colombianos en el estadio Hard Rock de Miami. Cientos de ellos se colaron, tumbaron puertas, saltaron por encima de las rejas y hasta se metieron, como viles prófugos de cárcel, por los ductos de ventilación del estadio. Otros, frustrados por el resultado adverso, destruyeron todo lo que encontraron a su paso, desde una escalera eléctrica hasta una anodina máquina de hacer crispetas. Miles de hinchas colombianos y argentinos que hicieron la fila de manera ordenada no pudieron entrar por causa de ese desorden vandálico.
Estas dos historias, de gloria y de vergüenza, reflejan lo que es este país, con mucho de cielo y mucho de infierno, con mucha gente valiosa entreverada con gente ruin.
Los pueblos, como las personas, tienen una imagen de sí mismos y una imagen de la mirada que los otros tienen de ellos. Estos dos perfiles casi nunca coinciden (tampoco en las personas), pero en el caso de Colombia hay una brecha entre ambos que parece más insuperable que en otros lares; aquí, el sentimiento de amor por la patria tiene mil razones para nutrirse y otras mil para marchitarse. En esas condiciones, para mantenerse en pie, no le queda de otra que ser selectivo: ampliar lo bueno y hacerse el de la vista gorda con lo malo. Algo de eso pasa en todos los países. Los estadounidenses, por ejemplo, se sienten la nación de la libertad y de las oportunidades, pero ese relato esconde toda una historia fundacional de discriminación racial.
Estas contradicciones han llevado a muchos a renegar del amor a la patria. Montesquieu, por ejemplo, sostenía que si algo era útil para su país y perjudicial para la humanidad, tal cosa era un crimen. Tolstoi decía que el patriotismo era algo estúpido porque cada persona cree que su país es el mejor, lo cual es absurdo. Algo similar dijo Bernard Shaw: “El patriotismo es esa convicción de que su país es superior a todos los demás simplemente porque usted nació en él”.
El amor a la patria, como todos los amores, tiene algo de ceguera ante lo malo. Una madre no deja de querer a su hijo cuando este se malogra. Pero incluso en este caso hay un límite a partir del cual la maldad del vástago termina por sofocar el amor de la madre. ¿Es el amor a la patria de este tipo? ¿Qué tan ciego debe ser frente a los malos ciudadanos?
Que cada cual diga lo suyo. Para mí, la patria no es una madre-patria y yo, cuando veo lo que en ella ocurre, no tengo ceguera selectiva. Tal vez por eso mi patriotismo está atrofiado. Eso no me impide trabajar por la sociedad ni intentar ser un buen ciudadano ni contribuir al mejoramiento de las instituciones ni tampoco gozar cuando gana la selección. Mi patriotismo también es selectivo, pero de otra manera: ante la algarabía abstracta que se viste con la bandera y vocifera “Colombia, mi patria querida”, experimento una inercia de extranjero. Pero, parafraseando el poema de José Emilio Pacheco sobre el desamor a la patria, me regocijo con las montañas de mi tierra, con la biodiversidad del trópico lluvioso, con un par de costumbres ancestrales, con algunos vecinos solidarios, con un puñado de personajes históricos, con una docena de campeones deportivos y con los amigos que aquí tengo.