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Los españoles del barroco no sabían si la vida brotaba de los sueños o si los sueños brotaban de la vida. Don Quijote y Segismundo, dos arquetipos de esa época, van siguiendo los pasos de sus sueños y moldeando la realidad con las armas de su fantasía. No creen por haberlo visto, sino que ven por haberlo creído y no viven para aprender de la experiencia, sino para darle una lección al mundo; justo lo opuesto de lo que pensaban los modernos de su tiempo, como Francis Bacon, que solo creían lo que estaba verificado en los hechos.
El barroco sigue presente en América Latina y en ningún otro ámbito de la vida social lo es tanto como en la política. Durante buena parte de nuestra historia hemos sido gobernados por poetas y predicadores de talante barroco y existencia trágica, agobiados porque el mundo no se sintoniza con sus sueños. Gustavo Petro es uno de ellos: un ideólogo delirante, convencido de que el imaginario que brota de su mente es suficiente para desencadenar la revolución que el planeta demanda. La lucha es su norte, su obsesión, y todo lo que hace, sus discursos, sus arengas, obedece a su convicción de que hoy se necesita de un visionario como él, capaz de cantarle la tabla a los poderosos y de recomponer todo según el orden justiciero de sus sueños. No es que eso carezca de sentido, por supuesto que no, es que adolece de una desmesura de leyenda, de un barroco sin talento, lo cual no sería grave si, en lugar de ser él un presidente fuera un activista, un militante, o un columnista como yo.
No hay muestra más evidente de su espíritu alucinado y trágico que el texto que le envió al presidente Trump la semana pasada por X. “Colombia”, le dice Petro, “es el corazón del mundo (…); esta es la tierra de las mariposas amarillas, de la belleza de Remedios, pero también de los coroneles Aurelianos Buendía, de los cuales soy uno de ellos, quizás el último. Me matarás, pero sobreviviré en mi pueblo, que es antes del tuyo, en las Américas”.
Muchas de las cosas que dice Petro en ese mensaje sobre la dignidad de América latina, la arrogancia de Trump y la defensa de los migrantes son ciertas; Trump es una desdicha para nosotros y también para su país. Pero ese no era el momento ni el tono con el que había que decirlas. No es sano que una perorata con ínfulas literarias, escrita el domingo pasado a las tres de la mañana desde el pedestal de la indignación virtuosa, reemplace los canales de la diplomacia, el diálogo al interior del gobierno, y el análisis pausado del interés nacional. La grandilocuencia justiciera no puede sustituir a la administración pública ni a la diplomacia, con sus ritmos, sus procedimientos, su saber acumulado y su sensatez.
Antes de aquel trino delirante de las 3 de la mañana, Petro había escrito otro, que luego borró, en el que llamaba a “recibir a los deportados con banderas y flores”. Hay mucho delirio, por no decir disparate, en todo eso. Un país gobernado de esa manera paga el costo de no poder salir nunca de un encadenamiento de sobresaltos.
Preocupa, en todo caso, que Petro se vea más como el coronel Aureliano Buendía (yo lo veo más como Zacarías, el protagonista hechizado de El otoño del patriarca) y no como un jefe de Estado.
Parafraseando lo dicho por Irene Vallejo, este parece ser el gobierno del “yo y del ya”. Un “yo”, el del presidente, barroco y ensimismado, que solo sigue los dictámenes de sus sueños; y un “ya”, impuesto por el raudal de sus trinos, tan sentenciosos como volátiles.